Pedro Benítez (ALN).- La deportación en condiciones de extrema precariedad de 16 niños venezolanos por parte de las autoridades de Trinidad y Tobago no sólo es un hecho condenable que viola las más elementales normas y acuerdos internacionales que pretenden proteger a migrantes y refugiados. Es, además, una señal muy preocupante de la creciente xenofobia que contra los venezolanos están manifestando las autoridades de algunos países vecinos. De paso, es también una muestra del dramático cambio que ha ocurrido en la relación de Venezuela con las sociedades que le rodean.
En el curso del último mes han ocurrido dos hechos preocupantes que alertan gravemente sobre el recrudecimiento de la xenofobia contra la diáspora venezolana. El primero protagonizado por la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, quien ha iniciado su propia campaña de estigmatización contra los migrantes venezolanos a propósito de las actividades de bandas delictivas en esa ciudad.
No la han detenido los llamados de atención que le han formulado desde medios colombianos advirtiendo de lo peligroso de descalificar a todo un grupo nacional, tampoco que se le recuerde que Venezuela fue por medio siglo el principal receptor de la inmigración colombiana al resto del mundo, y menos que los datos indiquen que sólo el 3,2% de los delitos que se presentan en Colombia son cometidos por venezolanos.
El otro lamentable suceso aconteció el domingo pasado cuando las autoridades de Trinidad y Tobago deportaron en condiciones de extrema precariedad a 16 niños venezolanos, incluyendo a un bebé de cuatro meses. Según trascendió, los menores habrían estado retenidos desde el día 17 de noviembre y se procedió a su expulsión por parte de las fuerzas de seguridad pese a existir una orden judicial en contra.
Del caso se han hecho eco medios y periodistas en Venezuela, ha sido denunciado por diputados de la Asamblea Nacional (AN), y ha provocado un llamado de atención por parte de la Comisión Interamericana de DDHH, expresando su preocupación por la deportación.
El representante del gobierno interino de Juan Guaidó ante la Organización de Estados Americanos (OEA) para la crisis de migrantes y refugiados, David Smolansky, recordó que el gobierno de Trinidad y Tobago es signatario de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la Convención sobre Refugiados, que, en sus palabras, “protegen a migrantes y refugiados contra la devolución”.
No obstante, hay que señalar que ya son múltiples las quejas y denuncias sobre todo tipo de maltratos, abusos, e incluso crímenes, que se han cometido contra venezolanos en ese país, que al parecer es, de todos los vecinos de Venezuela, el que tiene el trato más hostil contra esta migración.
El primer ministro de Trinidad y Tobago desde 2015, Keith Rowley, quien ha sido un aliado del gobierno de Nicolás Maduro, tuvo un altercado con la representación de la Organización de Naciones Unidas (ONU) cuando desde este organismo se criticó la deportación de 82 venezolanos en 2018, pese a que varios de ellos tenían solicitud de asilo ante su gobierno.
En aquella ocasión Rowley afirmó que “no permitiremos que los voceros de la ONU nos conviertan en un campo de refugiados“.
Por lo tanto, es de suponer que la deportación de estos niños venezolanos es parte de la política del señor Rowley hacia la crisis migratoria venezolana.
Según la Agencia para los Refugiados de la ONU (Acnur), 40.000 venezolanos vivían de manera permanente en la isla de Trinidad a fines de 2019. En cifras relativas y absolutas son un número pequeño para un país de 1,3 millones de habitantes, pero sobre todo comparado con los 37.000 venezolanos que a inicios de este año cruzaban todos los días hacia Colombia el puente Simón Bolívar, principal paso fronterizo entre las dos naciones.
La migración en cifras
En 2015 había casi 700.000 venezolanos establecidos en el exterior. En 2018 esa cifra saltó a 2,3 millones, aunque este dato no incluye a aquellos que por tener pasaportes de otras nacionalidades no son registrados como inmigrantes en los países de acogida de sus padres o abuelos.
Según las autoridades colombianas el número de venezolanos residentes en ese país pasó de 48.000 en 2015 a 600.000 al cierre de 2017. Hoy según Acnur superan los 1,7 millones. Esas cifras no incluyen a los venezolanos con pasaporte colombiano, ni a los que usan ese territorio sólo como cruce hacia destinos más lejanos como Perú, Chile, Argentina y Uruguay.
El número de emigrados venezolanos sólo en Suramérica (sin tomar en cuenta a Colombia) se multiplicó por 10 en dos años: de 90.000 a 900.000. Hoy se acerca al millón y medio.
Nunca antes había ocurrido un proceso migratorio de tales dimensiones en tan poco tiempo en el continente americano.
Acnur cifra en más de 4,7 millones los venezolanos en condición de refugiados y migrantes en todo el mundo, y en más de 760.000 los que han solicitado asilo.
Como se podrá apreciar el impacto en Trinidad y Tobago de esta desbandada humana ha sido mínimo. Pero de todos los países receptores es sin duda el que ha tenido una actitud más hostil, con excepción de las islas de Aruba y Curazao, también frente a las costas de Venezuela.
Estos territorios autónomos de los Países Bajos en el Caribe han tomado medidas para restringir drásticamente el ingreso de personas con pasaporte venezolano, así sea de tránsito.
Esto es una muestra del dramático cambio en la relación de Venezuela con sus vecinos, en particular con estas islas que hasta hace muy pocos años recibían con los brazos abiertos a los turistas venezolanos con los ojos puestos en su poder de compra.
El caso de Trinidad y Tobago es todavía más drástico pues Venezuela fue desde fines del siglo XIX el principal receptor de su migración cuando miles de trinitarios se establecieron en la población de El Callao (en el margen sur del río Orinoco) atraídos por sus minas de oro. Desde entonces quedó establecida una comunidad que dejó su legado cultural en esa región de la Guayana venezolana que siguió atrayendo trinitarios todo el siglo XX.
Pero ahora que la fortuna entre los países cambió la actitud ya no es la misma. Así es la condición humana. También es una muestra de la falta de perspectivas, puesto que así como la relación entre Venezuela y sus vecinos cambió una vez, lo mismo podría volver a ocurrir en sentido contrario, porque nada en los asuntos humanos es definitivo.