Pedro Benítez (ALN).- Uno de los temores más paralizantes de la oposición venezolana es hacer algo que “legitime a Maduro”. Es una obsesión de ciertos círculos que como coartada ha alcanzado cierta popularidad.
Si se va un proceso de negociación auspiciado por garantes internacionales, se le puede dar legitimidad a Nicolás Maduro. Si se participa en unas elecciones, se da legitimidad a Nicolás Maduro. Esto se ha convertido en una creencia propia del realismo mágico criollo sin ningún anclaje en la realidad. Es como que si le negamos la legitimidad a él, y a su régimen, desaparecerán repentinamente.
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No es una cuestión de chanza para despachar rápidamente, porque parece tener cierto anclaje sociológico. Cuando Maduro se convirtió en el sucesor y heredero del denominado proceso, a inicios del 2013, por medio de las cuestionables maniobras del inefable Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), que le permitió ser candidato/presidente, cuando la constitución expresamente no lo permitía porque era vicepresidente ejecutivo, comenzó a correr la especie según la cual no era venezolano de nacimiento. Por algún tiempo, conseguir su partida de nacimiento original se transformó en El Santo Grial de la política venezolana.
La opinión pública nacional, o lo que iba quedando de ella, gastó más tiempo en discutir la existencia o no de la fulana acta que comprender el entramado de intereses económicos, militares e internacionales que llevaron y han sostenido a Nicolás Maduro en el poder. No faltó el político opositor que se comprometiera en conseguir el mencionado documento emitido en la ciudad colombiana de Cúcuta, fronteriza con Venezuela. Como suele ocurrir, el tema quedó en el olvido.
Elecciones como expresión de legitimidad
Sin embargo, al parecer ha habido gente más obsesionada en evitar el reconocimiento y la legitimidad de Maduro que en efectivamente sacarlo del poder. Y no es que ese no sea un aspecto importante, porque ciertamente lo es. De hecho, lo es para el propio interesado.
Maduro comenzó a inicios de año una serie de maniobras que le permitieran convertir las elecciones regionales y municipales, previstas en la constitución de 1999, en una manifestación al resto del mundo de su propia legitimidad política. Exhibir la fuerza electoral del chavismo/madurismo y de su control territorial.
No obstante, eso tenía un propósito muy concreto, que levanten o flexibilicen el conjunto de sanciones (o evitar que le apliquen más) que tanto Estados Unidos como la Unión Europea la han impuesto a su Gobierno y a personeros destacados del mismo en los últimos años.
Un propósito nada sencillo
Maduro necesita que la devastada economía venezolana mejore de aquí a 2024 (año de las próximas elecciones presidenciales en las que pretende reelegirse) y para ello requiere mejorar la imagen del país y de su régimen. Propósito nada sencillo.
Pero para eso también necesita la participación de una parte representativa de la oposición venezolana en el rito electoral. Por eso tenía que abrir más la mano. No podía repetir un proceso electoral como el del año 2020, que fue una operación demasiado burda.
Así optó por permitir unas elecciones algo más competitivas. Regreso de exiliados, levantamiento de inhabilitaciones, devolución de la tarjeta de la MUD. No mucho, pero lo suficiente para meter a la, hasta ahora, oposición mayoritaria en un dilema: si participaba en las elecciones regionales y municipales reconocía a Maduro, si no lo hacía desaparecía dentro de Venezuela.
Un plan que lucía perfecto
Maduro sabía que esas elecciones las ganaría el oficialista Partido Unido de Venezuela (PSUV), sino en votos al menos sí en cargos de elección, por cortesía de una oposición dividida y enfrentada por sus propios dilemas. Esa ha sido, después todo, la clave de su éxito.
De modo que lucía como el plan perfecto. Hasta se podía dar el lujo de permitir el ingreso de observadores electorales de la Unión Europea (EU). Y en la noche del domingo 21 de noviembre todo parecía salir razonablemente bien, aunque la votación nacional adversa al PSUV era superior.
Sin embargo, un hecho sobrevenido modificó el curso de los acontecimientos. En un estado pobre, alejado de la capital, pero con gran simbolismo político, por ser la tierra natal del fundador del movimiento e instaurador del régimen, y de paso gobernado por su familia desde 1999, el oficialismo perdía las elecciones.
En el estado Barinas, en el transcurso de las últimas dos semanas, todo lo que tenía que salir mal, para el plan maestro de Maduro, salió mal. Sin que la oposición hiciera nada especial, el dilema estratégico pasó al otro lado. De haber admitido el resultado de las urnas, Freddy Superlano, el ganador de la consulta, ya se habría sentado con Maduro en el despacho presidencial de Miraflores con su respectiva foto.
Un «regalo» a la oposición
Un vaso amargo de tragar para el chavismo/madurismo, pero digamos que era un precio razonable si se toma en cuenta todo lo que se juega internacionalmente. No obstante, alguien puertas adentro del régimen decidió que no fuera así. Y de paso, en las narices mismas de la observación internacional.
Si alguna duda hay sobre la veracidad del Informe preliminar de los observadores electorales de la UE sobre el proceso comicial venezolano, las recientes sentencias del TSJ lo han despejado.
De paso, como regalo adelantado para la próxima Navidad, se ha ratificado lo que sospechaba, desde las instancias más altas del chavismo/madurismo la procesión va por dentro. No hay tal unanimidad de propósitos, planes y objetivos. Que la oposición venezolana sepa qué y cómo hacer con ese obsequio es otro asunto.
¿La perdición del chavismo?
Por lo pronto, lo único claro es que la participación de la oposición democrática venezolana en el pasado proceso comicial no “legitimó” a Maduro, ni le ha costado apoyos de la comunidad internacional. Por cierto, ni está ni cualquier otra elección que convoque.
La única manera que el chavismo/madurismo se legitime ante la comunidad democrática internacional es perdiendo unas elecciones y entregando el poder. Esa es la prueba del pastel. Tal como ocurrió en Venezuela en 1968.
Nadie fuera y dentro de Argentina, por ejemplo, puede cuestionar la legitimidad de la alianza kirchnerista luego que en diciembre de 2015 perdiera unas elecciones generales y se retirara pacíficamente de la Casa Rosada. Se le cuestiona el estilo sectario y abusivo, pero no que esté en el poder por procedimientos reñidos con la democracia.
Esta obsesión avariciosa por aferrarse al poder absoluto, que ha tenido un costo catastrófico para la sociedad venezolana, va a terminar siendo la perdición del proyecto instaurado en el país en 1999.