Leopoldo Martínez Nucete (ALN).- Además de reunirse con los jefes de Estado de un grupo de países del Caribe y recibir a Fabiana Rosales, primera dama del gobierno interino de Juan Guaidó en Venezuela, con lo que escala en la política de confrontación con el régimen de Maduro para promover un cambio en ese país, en estas dos últimas semanas Donald Trump avanzó sin mayor reflexión en dos frentes: la migración centroamericana y la crítica a Iván Duque en Colombia.
Primero, Donald Trump criticó con dureza a su mayor aliado en la región -particularmente en cuanto a la crisis venezolana-, el presidente de Colombia, Iván Duque, a quien señaló sin ningún apego a la verdad de no hacer nada para combatir el tráfico de drogas. Trump parece no darse cuenta de que, además del impacto de las migraciones hacia EEUU desde Venezuela, el narcotráfico es una de las principales motivaciones en la lucha de Duque contra el régimen de Nicolás Maduro, cuya institucionalidad y Fuerzas Armadas se han vinculado con el narcotráfico y el lavado de dinero, al punto de que la presencia del ELN en Venezuela ha adquirido una dimensión alarmante.
Con su decisión sobre el caso centroamericano, Trump no sólo da la espalda al consenso regional e internacional sobre el problema, agravando la crisis migratoria, además introduce un grave elemento de desconfianza en sus recientes planteamientos a los mandatarios del Caribe
En segundo lugar, anunció cortar de plano la asistencia financiera y cooperación con los países del Triángulo Norte centroamericano (Guatemala, Honduras y El Salvador), afectados por la violencia que se enraíza con el narcotráfico mismo. Una violencia que se suma a la grave crisis económica de magnitudes humanitarias que atraviesa la subregión, causa concurrente de importantes flujos de migrantes que marchan por México hacia la frontera sur de los Estados Unidos, donde Trump centra una de las piezas centrales de su retórica populista y xenófoba al hablar de los problemas de EEUU y promover una emergencia que propone resolver con la construcción de un muro.
Trump parece no terminar de entender que la migración originada en el Triángulo Norte de Centroamérica se describe con una palabra: no son ciudadanos que migran. Escapan.
Quien haya seguido las noticias del último trimestre del 2018, lo recordará con tristeza. Historias de padres que, con bebés en los brazos, hacen caminatas de 2.000, 3.000 y hasta 4.000 kilómetros, para huir de las terribles condiciones en que viven. A lo largo de la ruta apenas se alimentan, duermen en el piso, se exponen a las intemperancias del clima. Toman riesgos autorizados sólo por la desesperación. Cruzan ilegalmente las fronteras, atraviesan ríos caudalosos sin protección y, lo peor, son asaltados, secuestrados y asesinados. Niñas y niños que viajan sin sus padres -imagine el lector la experiencia de una criatura de 8, 9 o 10 años viajando en compañía de desconocidos-, con perversa frecuencia son violados o desaparecidos. De acuerdo con un comunicado de Unicef México, sólo en 2015 se registraron 35.000 menores de edad no acompañados que salieron de los países del Triángulo Norte hacia México o Estados Unidos. Entre 2013 y 2017, las autoridades de Estados Unidos reportaron la detención de 180.000 menores que viajaban sin la compañía de adultos.
Consta en el Atlas de la migración en los países del norte de Centroamérica, publicado por Cepal y FAO en diciembre de 2018, que en la década comprendida entre 2000 y 2010, el número de latinoamericanos que vive fuera de su lugar de nacimiento aumentó 32%. En Centroamérica este indicador es de 35%, pero cuando se focaliza en los tres países del Triángulo Norte, salta a 59%. Y, cuando se refiere a Honduras, se dispara a 94%.
Bajo la categoría de migración se agrupa una serie de fenómenos, diferenciados y complejos. Las caravanas organizadas son sólo uno de ellos. Están las organizaciones integradas por “coyotes”, que se lucran por cruzar migrantes ilegales. Los coyotes, a su vez, pagan a las bandas, en su mayoría de narcotraficantes, por permitirles ejercer su negocio. Además de los niños que viajan solos, están los que emprenden el camino para lograr la reunificación familiar, las familias que viajan en bloque, los migrantes en condición de tránsito (por ejemplo, los que atraviesan México en ruta a Estados Unidos), los que son detenidos y deportados a sus países, los que hacen el camino inverso y retornan a sus países -con peligros semejantes a los del viaje de ida-, los que son víctimas de la violencia legal y policial, los que son sometidos por las políticas antiinmigración de la Administración Trump, los que huyen y son perseguidos por delincuentes de sus países de origen, y muchos más casos que incluyen vergonzosos episodios de racismo y xenofobia. La migración es, cada vez más, un entramado complejo de tipologías que difícilmente puede atenderse con medidas generales. Mucho menos, con meras prohibiciones.
Los múltiples estudios sobre este fenómeno -tendencia sustantiva de este primer trecho del siglo XXI- coinciden en las causas que explican la decisión de migrar. Las personas se sienten ‘expulsadas’ del lugar donde viven. No es posible aproximarse a su comprensión si no se entiende que es el resultado de una acumulación de factores. En términos generales, dos fuerzas actúan como detonantes: la violencia y la falta de oportunidades. Cuando la vida está en peligro, por amenazas dentro o fuera del hogar, como ocurre con la proliferación de pandillas, y esto coincide con la imposibilidad de encontrar empleo o un ingreso regular, los jefes de familia y los jóvenes optan por el viaje, aún si este está erizado de incertidumbre y peligros.
Donald Trump choca una y otra vez contra su propio muro
La migración se agravará
Estos dos factores están, a su vez, inscritos en un conjunto mayor. Estados que carecen de capacidad para proteger la vida, integridad física y bienes de los ciudadanos; instituciones políticas, judiciales y otras, carcomidas por la corrupción; sistemas educativos de baja calidad y minados por carencias de infraestructura, tecnología, dotación y seguridad para alumnos y docentes; organismos de salud precarios e insuficientes; falta de servicios públicos, de oportunidades económicas, de vialidad mínima, de redes de transporte y de tantas otras cosas.
A este marco de pobreza generalizada y de casi nulas expectativas de que las cosas cambien, se suman las consecuencias del cambio climático. En los tres países campea la pobreza. En Guatemala y Honduras los índices de pobreza son escandalosos, de 68% a 74%, respectivamente. Cuando se trata de pobreza rural, las cifras se disparan a 77% y 82%, según el citado informe de Cepal/FAO. En El Salvador, la pobreza rural alcanza 49% de sus habitantes.
Con el ataque al presidente Duque, desconociendo su alianza y esfuerzos, Trump agrava la percepción de que no entiende la potencial oportunidad que le ofrece Latinoamérica, así como la transversalidad que exige la política exterior en el hemisferio
No aludiremos al factor incontrolable de los terremotos causantes de tal devastación que poblaciones enteras han debido abandonar sus hogares y sus formas de vida. Huracanes, inundaciones y sequías, en cambio, son frutos netos del cambio climático. ¿Por qué un alto porcentaje de quienes emigran son personas que abandonan los campos para intentar una vida en otro lugar? Porque los ciclos históricos de verano e invierno han sido superados por ciclos de aguas destructivas y sequías que reducen la productividad de forma extrema. La caída de producción del maíz lo deja claro: en 2015, se perdieron entre 60% y 70% de los cultivos. Esto significa que, de los 10,5 millones de personas que viven en la región de los bosques tropicales, 3,5 aproximadamente necesitan asistencia humanitaria por no tener con qué alimentarse.
Una somera revisión de las cifras de migrantes en tránsito (es decir, los que partieron desde los tres países hacia el norte, México o Estados Unidos), entre 2005 y 2015, permite visualizar su carácter masivo: 438.000 en 2005; 365.000 en 2006; 257.000 en 2007; 194.000 en 2008; 173.000 en 2009; 170.000 en 2010, 170.000 en 2010, 150.000 en 2011, 209.000 en 2012, 250.000 en 2013, 395.000 en 2014 y 417.000 en 2015. La curva muestra que, tras unos años de declive, entre 2005 y 2011, a partir de 2012 la tendencia asciende como producto del empeoramiento de la situación en los tres países. Entre 2009 y 2017, la cantidad de migrantes del Triángulo Norte de Centroamérica creció 35%. Sin embargo, los picos o momentos de agravamiento del problema han estado muy relacionados con la magnitud de los programas de asistencia financiera y cooperación para el desarrollo de los EEUU. Precisamente, bajo la Administración Obama, a partir del 2008 se logró desplegar un significativo esfuerzo de cooperación que se tradujo en una reducción, de acuerdo con las cifras anteriores, en los movimientos migratorios hasta 2012, cuando su financiamiento mermó por falta de acuerdo en el Congreso. Bajo la Administración Trump, ese programa fue suspendido y esta semana eliminado, lo cual permite anticipar que el agravamiento de las condiciones en la subregión se traducirá en un aumento de las presiones migratorias.
Migran no sólo por los factores mencionados. A pesar de las dificultades que los migrantes encuentran en los países destino -México y Estados Unidos, de modo predominante- las remesas tienen un papel fundamental en la economía de sus países. En 2016, Honduras recibió 3.800 millones de dólares. Guatemala, 7.400 millones. El Salvador, 4.600 millones. Estos montos representan 20% del PIB de Honduras, 17% de El Salvador y 10% de Guatemala. El estudio de Canales y Rojas (2018) informa que 70% de la población económicamente activa de los tres países, en Estados Unidos tiene un empleo, aunque predominen los de baja calificación.
Frente a estas realidades, la Organización de Naciones Unidas está impulsando el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular, cuyo primer borrador, fundamentado en tres principios y 23 objetivos, se dio a conocer en julio de 2018. Por fortuna, en diciembre se presentó el documento para ser suscrito por los países miembros. Entendimiento común, Responsabilidad compartida y Unidad de propósito, son los principios que regirán el acuerdo que debería tener estatuto mundial.
Los 23 objetivos, que todo ciudadano del mundo debería conocer, aluden a cuatro fases: Origen, Tránsito, Destino y Retorno. En lo esencial, esto implica atenuar y erradicar las causas que impulsan a migrar. Es un ambicioso conjunto de desafíos sociales, económicos, institucionales, ambientales y de seguridad. Desde una visión amplia, se trata de una exigencia de nuestro tiempo que compromete a los países desarrollados, pero también a los países pobres, desde donde parten los migrantes. En artículos previos dedicados a la situación de los tres países, he insistido en destacar la responsabilidad de los actuales poderes públicos y gobernantes. El Triángulo Norte de Centroamérica no puede seguir sufriendo los avatares de la pobreza. No puede seguir perdiendo a sus jóvenes y al sostén de las familias. No puede continuar viendo, impotente, cómo mueren o desaparecen sus hijos en manos de delincuentes que acechan en los caminos. La tragedia no puede ser normal.
¿Qué papel juega el drama de los migrantes centroamericanos en el debate electoral de EEUU?
¿Cálculo político?
Con su decisión sobre el caso centroamericano, Trump no sólo da la espalda al consenso regional e internacional sobre el problema, agravando la crisis migratoria, además introduce un grave elemento de desconfianza en sus recientes planteamientos a los mandatarios del Caribe, subregión donde los problemas que exigen cooperación para el desarrollo son transversales, incluyendo el riesgo de penetración del narcotráfico y legitimación de capitales.
Con el ataque al presidente Duque, desconociendo su alianza y esfuerzos, Trump agrava la percepción de que no entiende la potencial oportunidad que le ofrece Latinoamérica, así como la transversalidad, coherencia e interseccionalidad que exige la política exterior en el hemisferio para resolver sus problemas.
Queda preguntarse, como lo hace el profesor de política exterior de la Universidad de Columbia, Chris Sabatini, en un reciente artículo, analizando este mar de contradicciones: ¿Cómo puede Trump hacer sostenible y duradera la alianza regional necesaria para resolver la crisis en Venezuela e ir más allá en el desarrollo de oportunidades presentes en la región? A esta pregunta agregamos otra: ¿No estará su verdadera motivación más cerca de un cálculo político (por su impacto electoral en Florida, estado crucial para su reelección) que del diseño de una política exterior capaz de facilitar el cambio en Venezuela?