Rafael Alba (ALN).- La escena underground de Madrid mantiene la vitalidad, a pesar del adocenamiento de la oferta mediática. Los locales históricos como el Café Central, Libertad 8, Galileo y Clamores se mantienen en primera línea desde hace décadas.
¿Tan mal está la cosa? Quizá una mirada superficial a la parte más visible de la oferta de la música en vivo del Madrid de ahora mismo pueda deprimir al aficionado. Es cierto que casi todo resulta adocenado, teledirigido y previsible. Con poco espacio teórico para la sorpresa estimulante. Pero la oferta se ha ampliado y se diversifica por momentos, incluso en esta punta del iceberg mainstream, que también llegó a lucir famélica y decaída en los momentos más crudos de la crisis económica global en la que aún estamos sumergidos. Pero a los paladares poco exigentes que sacian la sed de música en vivo con una o dos dosis al año, no les va a resultar difícil encontrar lo que desean en los servicios de suministro actualmente disponibles en la capital de España. Hay donde elegir. De vez en cuando, incluso se cuenta con el concurso de algún artista llena-estadios, nacional o importado, que abarrota los recintos habituales, entre los que hay que contar con alguna plaza de toros también. Son, eso sí, tahúres de partidas previsibles que siempre juegan la carta de la nostalgia por aquello de que en cualquier tiempo pasado todos teníamos más pelo. Pero ahí siguen y jamás decepcionan a los leales. O eso parece.
Un poco más abajo en la misma pirámide, en cuya cima se sitúa el verdadero éxito multitudinario, están también los cantantes y músicos consolidados por su condición estelar en los medios masivos, que llenan recintos grandes como el Wizink Center, o los que empiezan a manifestar su poder de convocatoria en locales amplios, pero más asequibles, como la Riviera o la Joy. Un grupo, por cierto, no demasiado nutrido y que, a pesar de aquello de que las generalizaciones son odiosas, se compone básicamente de los melódicos, los cantautores y los poetas juveniles, que apoyan la cadena Dial y las otras emisoras de Prisa Radio, o las actividades culturales del mundo alternativo, antes conocidos como indies, con 40 años en canal y varias hipotecas de chalés en la sierra a las espaldas, que lucen bronceado en los festivales veraniegos y gozan, o gozaban hasta ahora, del impagable impacto promocional de la radio fórmula pública por excelencia, también conocida como Radio Tres.
La oferta se ha ampliado y se diversifica por momentos, incluso en esta punta del iceberg mainstream, que también llegó a lucir famélica y decaída en los momentos más crudos de la crisis
Y puede que haya, según el mercado y la temporada, algún que otro espacio para placeres más adultos, entre la seducción canalla o la madurez interesante, bandas o solistas con nombre que con un repertorio conocido -pero repetido- se la juegan en algún teatro dos o tres semanas. A pesar de la fama, trabajosamente labrada en prensa del corazón y realitys, estos chicos y chicas militantes del bolero sin calorías, la copla descafeinada, el flamenkito, el funky rumbeado, el soul sin esteroides y la enésima versión del clásico de Federico García Lorca, son sólo lo más parecido al punto más alto al que pueden llegar, en realidad, los grupos de covers, muchos y muy buenos, que pululan por la ciudad. Conjuntos de instrumentistas solventes y con muchas horas acreditadas de estudio y escenario que sobreviven exprimiendo, en locales interesantes como el Fiat Café, el Hard Rock Café, o el Honky Tonk, los repertorios dorados de bandas inolvidables, desde Deep Purple a Queen pasando por Eagles o Secretos, ante públicos mayores con ganas de juerga y bailoteo, donde abundan divorciados y divorciadas que aspiran a volver a ligar como en aquellos viejos tiempos en los que sonaba esta misma música y los golpetazos de caja subida de reverb, una delicia sonora ochentera que no aprecian como se merece los miembros de las generaciones posteriores, ponían a gozar los combinados de hormonas al punto de ebullición.
La nostalgia de las épocas pasadas
Recuerden que algún estudio reciente demuestra, con pruebas extraídas de la rigurosa aplicación del método científico, que la mayoría de los mortales dejamos de descubrir y apreciar las nuevas músicas a la tierna edad de 30 años. Admítanlo sin acritud. La nostalgia vende, amiguetes, y todos han vuelto o van a volver. Sobre todo los viejos ídolos de los 80 que, además, cuentan ahora con la renacida sala Rock Ola para regresar al trapecio con red del escenario. Nada que ver, eso sí, con el antro de la calle Padre Xifré en el que nació la nueva ola. La de ahora es una sala limpia y reluciente y, por ahora, no se conocen broncas en la puerta que animen el paisaje callejero. Y el karaoke temático también es muy apreciado en este momento. Aunque nadie ha llegado tan lejos, ni ha sonado tan bien, ni se ha divertido tanto como los promotores de las Noches Sabineras, entre los que se encuentran algunos de los puntales básicos de la banda del propio Joaquín Sabina, que con periodicidad más o menos mensual ponen a disposición del respetable su habilidad indiscutible para que las gargantas más osadas interpreten los mejores temas del cantautor de Úbeda.
Los esperados shows interactivos de la banda de Sabina suelen celebrarse sobre el escenario de Galileo Galilei, uno de los templos históricos de la noche madrileña que ha sobrevivido a todas las turbulencias y que forma parte, junto con tres o cuatro salas más, de un grupo incombustible, que mantiene una interesante programación diaria. Y créanme, estos locales clásicos siguen siendo irremplazables. Ahí empieza lo bueno, porque su supervivencia ha asegurado también el mantenimiento de los flujos artísticos que caracterizan la pujante escena underground madrileña. Que sigue bien viva y en perfecto estado. La cosecha de perlas sumergidas en el barro nocturno puede ser más provechosa de lo que muchos creerían, y en Galileo es donde pueden apreciarse algunos artistas que, tras recorrer las pequeñas salas, han conseguido acumular un público algo más nutrido, entre 100 y 500 personas, y que empiezan a presentar su candidatura al estrellato. No sólo ellos. Por aquí suelen pasar también algunos notables artistas de la llamada clase media. O lo mejor del folk nacional.
Otro local de tamaño medio que suele proporcionar sorpresas agradables es la Sala Caracol, una especie de nave con 25 años de historia, donde se programa heavy, música electrónica, cumbia, latin jazz, rap, rock clásico y muchos artistas españoles e internacionales de interés, algunos en el camino de subida hacia la cima y otros en el de bajada, por supuesto. Aquí, por ejemplo, han tomado la alternativa muchos de los actuales niños mimados de la escena urbana y el trap, o se ha podido escuchar a algún apetecible y casi inencontrable combo instrumental centroamericano. Otras salas punteras de aforo similar son But, con buena programación de nuevo indie, y Moby Dick, donde cabe un poquito de todo. También hay enclaves no específicamente musicales como el Teatro Lara, revitalizado gracias al éxito de La Llamada, un musical para el público millennial que supuso para muchos el descubrimiento de Los Javis, ese dúo formado por Javier Calvo y Javier Ambrossi, que han logrado la gloria televisiva gracias a su participación desde las cocinas de la última edición de Operación Triunfo.
Hay espacio para los nuevos descubrimientos
Pero la verdadera aventura de los gourmets musicales requiere lugares aún más exquisitos, si cabe. Suele ser muy recomendable dejarse caer por el Café Berlín, con su ajustada programación diaria, en la que se incluye flamenco, soul, jazz, música latina, salsa, canción de autor y folk internacional. O en los rincones donde florece la música negra como Marula Café, Tempo Club, el incombustible Clamores o el Populart. Aunque para los amantes de las emociones fuertes, el blues, el bourbon y las pipas de girasol, ningún lugar puede resultar tan auténtico y entrañable como La Coquette, una vieja cueva por la que han pasado los mejores y en la que velaron armas todos aquellos músicos que suponen o han supuesto algo en los ambientes de la música de raíz americana que pululan por Madrid. Y, desde luego, hay que pasar por allí para saber quiénes serán los próximos. También conviene darse una vuelta por el Black Bird Rock Bar, un sitio con sabor en el que cualquier día podemos coincidir con los mejores músicos de la escena del rock duro español, a quienes encontraremos entre el público o sobre el escenario. Y si nuestros apetitos son menos clásicos, o más ruidosos o electrónicos, la nueva banda que buscamos va a estar seguro en las salas Siroco, Café de la Palma o Costello, donde se selecciona con cuidado lo mejor de las nuevas cosechas madrileñas del punk, el indie, la psicodelia o las músicas de baile.
Pero si de algo puede presumir y presume Madrid es de contar con unos magníficos clubs de jazz. Algunos, como el gran Café Central, estuvieron a punto de echar el cierre por la presión de los especuladores inmobiliarios, pero, de momento, han podido sortear la situación. El Central suena bien, tiene una programación inmejorable y hasta cuenta con un buen servicio de cocina, algo muy poco habitual entre los de su clase y que consolida su oferta como una de las mejores que pueden encontrarse en Europa, dentro de su género. O eso es lo que han dictaminado en un par de ocasiones los expertos del sector. Pero el local histórico de la Plaza de Ángel está muy bien acompañado porque su principal competencia, Bogui Jazz, cuenta también con una programación excelsa y un sonido y un ambiente de primera. Y no hay que olvidarse de otros bares como El Despertar o El Plaza, donde también abundan las sorpresas agradables.
Y hemos dejado para el final otro grupo de locales indispensables, las pequeñas salas que programan diariamente actuaciones de canción de autor. Entre ellas destaca, por supuesto, la mítica Libertad 8, cuna e incubadora a la vez de tres o cuatro generaciones de artistas de éxito, desde la década de los 90 hasta nuestros días, un local que se arriesga en la programación y, por lo mismo, suele propiciar los descubrimientos más sabrosos. Junto a él se empieza a abrir paso La Fidula, un espacio que históricamente se dedicaba a programar música clásica, pero que en su nueva andadura apuesta por los cantautores. Lo mismo que aún hacen otros nombres clásicos como El Búho Real o El Rincón del Arte Nuevo, o los sitios más recientes que también se han apuntado a esta ola efervescente como Fulanita de Tal o el Jazzville. Nombres que completan una oferta nutrida y de calidad que reivindica la importancia de Madrid como capital global de la música hispana y latina. Lo sentimos por Miami, pero así son las cosas. Y si no me creen, ya saben, salgan a disfrutar de la noche y ya me lo contarán luego.