Pedro Benítez (ALN).- ¿Los tres informes sobre graves y sistemáticas violaciones a los Derechos Humanos (DD.HH.) ocurridas en Venezuela desde 2014 presentados por la Misión Independiente de Verificación de Hechos, designada el Consejo de Derechos Humanos (CDH) de Naciones Unidas, son un obstáculo a un eventual proceso de transición política en Venezuela?
A luz de otros casos históricos que pueden servir de referencia la respuesta es que no. En Chile, Argentina, Uruguay, Sudáfrica y en toda la Europa Oriental, sometida en momento a los regímenes del denominado “socialismo real”, el activismo en la defensa de los DD.HH. fue un factor importantísimo en el camino que llevó a la liberación política y a la transición a la democracia.
Este tipo de informes no son concluyentes, ni implican una condena judicial. Para que ello fuera así los actores señalados deberían ser sometidos a juicio, con todas las garantías del caso incluyendo la presunción de inocencia y el derecho a la defensa. Eso es lo que en el caso concreto de Venezuela podría ocurrir en el proceso de investigación abierto por la Corte Penal Internacional (CPI) desde fines del año pasado.
Lo que sí ese cierto es que estos tres informes de la Misión de Verificación de Hechos para Venezuela, presentados desde 2020, así como los emanados por la Oficina de la Alta Comisionada para los DD.HH., que hasta el mes pasado dirigió la expresidenta chilena Michelle Bachelet, han venido a ratificar las denuncias que por años han efectuado organizaciones de la sociedad civil venezolana dedicadas a la defensa de los Derechos Humanos en el país como el Foro Penal (@ForoPenal), Provea (@_Provea) y Redes de Ayuda (@RedesAyuda), entre otras.
Según las mismas no hubo, al parecer, algún tipo de modalidad lúgubre que el Estado venezolano, por medio de los organismos de seguridad a su servicio, no pusiera en práctica para violar sistemáticamente los DD.HH. de disidentes políticos entre 2014 y 2020 con el objetivo de atemorizar a la población civil en general. Torturas, asesinatos, persecuciones a los familiares, abogados defensores y activistas de derechos humanos, centros clandestinos de reclusión, maltratos, mutilaciones, descargas eléctricas, batazos, abusos sexuales y detenciones sin cargos ni fórmulas de juicio.
Lo más grave es la escala y la coordinación que describen, puesto que no corresponderían a excesos y corrupción policial o a un diseño inadecuado de seguridad pública como lamentablemente suele ocurrir en buena parte de América Latina, si no que fueron parte de una política de Estado con la existencia de una cadena de mando con nombres específicos dando órdenes y coordinando acciones.
Aunque estos informes son de carácter político y no judicial (hay que insistir en esto), lo cierto es que sus conclusiones son una y otra vez demoledoras para la imagen internacional del Gobierno venezolano. Ahí tenemos la declaración que acaba de dar al respecto el presidente chileno Gabriel Boric como muestra de la creciente distancia que una parte de la izquierda internacional desea marcar con los gobernantes de Nicaragua y Venezuela.
Pero, más allá de la diatriba política sobre Venezuela, ¿estos informes y denuncias tienen algún tipo de verosimilitud? Para responder esta pregunta hay que partir de una premisa: en todos los gobiernos, en cualquier parte del mundo, se violan los DD.HH. de sus ciudadanos o los extranjeros. Sea de manera sistemática o eventual. En todos. En las democracias y en las autocracias.
La diferencia crucial consiste en que en las democracias existen límites y vigilancia permanente. La dinámica en la cual los gobernantes tienen poderes limitados, hay alternabilidad en el ejercicio del poder público, los que hoy son gobierno mañana son oposición, hay opinión pública, prensa libre, organismos de control y una Justicia independiente, es una potente disuasión en la conducta de los que están a la cabeza de los estados.
Una muestra aterradora de la tentación a violar los DD.HH. de manera sistemática por parte de los gobernantes las tenemos en la política contra el terrorismo islámico que la Administración de George W. Bush emprendió luego del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York el 11 septiembre de 2001. Como la Constitución no le permitía aplicar dentro del territorio de los Estados Unidos una estrategia que pasaba por violar los DD.HH. de los reales o presuntos terroristas, y tampoco podía usar el territorio de sus países aliados, los funcionarios de esa administración detectaron un punto ciego legal en la base de Guantánamo. Si no fuera por los límites de su democracia Estados Unidos se pudo haber convertido durante esos años en la dictadura con más recursos de la historia.
Pues bien, en el caso de Venezuela esos límites fueron desmontados por el grupo que ejerce el control del Estado desde 1999 en su propósito declarado de perpetuarse en el poder. No olvidemos la máxima, nunca suficientemente citada, de Lord Acton: el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente.
Desde ese punto de vista era fatalmente inevitable que algo como lo denunciado por la Misión Independiente de Verificación de Hechos de la ONU terminará ocurriendo. Perpetuarse en el poder no es gratuito.
Este tipo de denuncias presentadas por organismos defensores de los derechos humanos, bien sea de la sociedad civil o, como en el caso que no ocupa hoy, de la estructura política internacional, tienen una utilidad política muy concreta, pues les envía un mensaje a los que ejercen el poder en el Estado en cuestión: te estamos vigilando.
No importa que se quiera matizar, descalificar, negar o minimizar la labor de esta Misión Independiente. El dato político aquí es que el Estado venezolano está bajo la vigilancia permanente de los organismos internacionales de derechos humanos. Esa maquinaria institucional ya empezó a rodar y no se va a detener.
¿Eso sirve de algo? Depende. Si los señalados son los gobernantes de Arabia Saudita, que controlan el grifo petrolero del planeta, o de China, que es la segunda economía del mundo, pues en estos casos se tienen recursos casi infinitos que permiten soportar ese tipo de presiones. Aunque esto habría que matizarlo.
Pero si trata de la disminuida Venezuela de nuestros días, alejada geográficamente de sus aliados autocráticos, todos ellos con sus propias y crecientes dificultades, en un contexto americano a fin de cuentas democrático (bastante imperfecto, pero democrático) pues los costos políticos de reprimir se incrementan. No es que no haya la determinación de hacerlo si “fuera necesario”, pero digamos que los ejecutores materiales tienen ciertos incentivos para pensárselo dos veces.
Esa es la lógica que hay detrás de todo esto. No tanto impartir justicia sobre lo que ocurrió (no obstante, una necesidad imperiosa) sino más bien prevenir que vuelva a ocurrir.
Este tipo de informes y denuncias pueden ser útiles para la transición política de Venezuela a la democracia si se comprende esto último. Eso implica, como es lógico, un muy alto nivel de responsabilidad y seriedad por parte de los opositores.
Como lo muestran otros casos históricos, informes como el citado no son una salida mágica como las que muchas veces se la han vendido a la sociedad venezolana; son parte de un proceso. Un proceso que a veces es muy largo y que para que cumpla con sus fines (restablecer la democracia, las libertades públicas y el respeto a la dignidad humana) ha pasado, en no pocas ocasiones, por pagar el amargo precio de la impunidad. Una verdad incómoda que muchos aventureros de la política desean evadir para ganarse algunos puntos de respaldo en las encuestas de opinión.
@Pedrobenitezf