Pedro Benítez (ALN).- En Nicaragua se dan los pasos para consolidar otra dictadura en el Caribe siguiendo el mismo manual de procedimientos que se aplica en Venezuela. Controlar el Poder Judicial, manipular la Constitución para asegurar la reelección presidencial indefinida, criminalizar todo tipo de disidencia política por medio de una implacable propaganda oficial que la asocie con el imperialismo estadounidense, reprimir despiadadamente la protesta social, intervenir partidos políticos e inhabilitar candidatos de oposición. Y por supuesto, violar los derechos humanos a gran escala justificándose en la defensa de la soberanía nacional. Todo para asegurar que una sola persona se perpetúe en el ejercicio del poder.
La mayoría del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) de la Asamblea Nacional de Nicaragua (70 diputados) aprobó este 21 de diciembre la “Ley de defensa de los derechos del pueblo a la independencia, la soberanía y autodeterminación para la paz”, que impediría a los acusados de promover protestas sociales o solicitar sanciones internacionales contra el régimen sandinista participar en las elecciones generales que se deben llevar a cabo en ese país en noviembre de 2021. Hubo 14 votos en contra y cinco abstenciones.
De acuerdo con esta legislación todo opositor considerado “golpista” o “traidor a la patria” queda inhabilitado para optar a cualquier cargo de elección popular.
La maniobra por parte de Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, es obvia: eliminar cualquier competencia en su camino a la reelección.
El viernes pasado había advertido (o anunciado) que todos aquellos que participaron en las protestas contra su gobierno que se iniciaron en abril de 2018 habían perdido su derecho a ser candidatos en los próximos comicios por haber sido parte de un “intento de golpe de Estado”. Es decir, toda la oposición nicaragüense.
Dando muestras de su carácter tolerante Ortega afirmó que “No los podemos expulsar (de Nicaragua) porque nacieron aquí”. Pero con esta norma puede despojar a su antojo a cualquier opositor de sus derechos políticos.
Con esto su dictadura personal da una nueva vuelta de tuerca.
Este lamentable capítulo de la historia de Nicaragua comenzó el 18 de abril de 2018 cuando una ola de protestas populares barrió los 15 departamentos del país. En las ciudades de Carazo, Masaya, Rivas, Granada, León, Boaco y Matagalpa, estudiantes y pobladores bloquearon vías públicas realizando todo tipo de movilizaciones en demanda de la salida del poder de Ortega y de su vicepresidenta (y esposa) Rosario Murillo.
Lo que empezó como una protesta por el intento de reforma de la financiación del sistema público de pensiones, se salió de control por la desmedida represión de la policía, apoyada por las brigadas de choque del sandinismo, contra los manifestantes, y por la censura a los tres canales de televisión.
Los nicaragüenses, en particular los jóvenes, se percataron de que Daniel Ortega había impuesto su control personal sobre el país sin demasiada oposición y sin recurrir a la intimidación por parte del Estado. Hasta ese momento.
La violencia por parte de la policía y los grupos paramilitares adscritos al sandinismo fue feroz, dejó 110 asesinados en dos meses y llegó a tales extremos que provocó una crisis migratoria con Costa Rica, adonde miles de nicaragüenses se dirigieron huyendo de la represión.
Ortega no sólo se dedicó a reprimir, sino que además llevó a cabo una intensa campaña mediática para deslegitimar la protesta popular. Exactamente la misma táctica empleada por Nicolás Maduro contra las protestas llevadas a cabo en Venezuela en los años 2014 y 2017.
El objetivo fue el mismo, quebrar la voluntad de lucha de la población.
Concentración del poder
Ahora el líder de la revolución que en 1979 desalojó del poder a la familia que se había adueñado de Nicaragua hace lo mismo que combatió. Desde su retorno a la presidencia en las elecciones de 2006 ha ido concentrando progresivamente todo el poder institucional en su persona y en la de su esposa Rosario Murillo.
Primero mediante un pacto corrupto con el expresidente Arnoldo Alemán, Ortega tomó el control del Tribunal Supremo (lo mismo que hoy intenta hacer Cristina Kirchner en Argentina). Luego usó la Corte en 2008 para impedir que el Partido Conservador y el Movimiento de Renovación Sandinista participaran en las elecciones municipales de ese año.
Acto seguido abolió el artículo 147 de la Constitución Política de Nicaragua, que prohibía la reelección presidencial, respaldado por la aplastante mayoría alcanzada en la Asamblea Nacional en su reelección de 2011, y se valió nuevamente del Tribunal Supremo para intervenir al principal partido opositor, el Partido Liberal Independiente (PLI) desplazando a su líder y, de paso, destituyendo del Legislativo a 16 diputados de su bancada.
Estas maniobras le sonarán familiares a todo aquel que siga la actualidad política venezolana. No es por casualidad.
Ortega sigue intentando dejar todo atado y bien atado a fin de que no le quede por fuera ninguna rendija. Este año también hizo aprobar la prisión perpetua por “crímenes de odio”, un ataque directo a la libertad de expresión.
La nueva “Ley de defensa de los derechos del pueblo a la independencia, la soberanía y autodeterminación para la paz” contempla despojar de derechos políticos a todos aquellos que “inciten a la injerencia extranjera en los asuntos internos, pidan intervenciones militares, se organicen con financiamiento de potencias extranjeras para ejecutar actos de terrorismo y desestabilización, que propongan y gestionen bloqueos económicos, comerciales y de operaciones financieras en contra del país y sus instituciones (…) aquellos que demanden, exalten y aplaudan la imposición de sanciones contra el Estado de Nicaragua y sus ciudadanos, y todos los que lesionen los intereses supremos de la nación contemplados en el ordenamiento jurídico”. Este texto se pudo redactar en Managua, en Caracas o en La Habana. Da lo mismo. La interpretación se aplicará, como es lógico, a discreción del interesado.
Todo esto para asegurar que Daniel Ortega lleve más tiempo dominando a Nicaragua que Anastasio Somoza Debayle (Tachito) y el padre de este, el también dictador Anastasio Somoza García, quien gobernó entre 1937 y 1956.
En la práctica Ortega se ha convertido en otro tirano latinoamericano (uno más). La diferencia es que no lo ha hecho con el apoyo de Estados Unidos (como solía ocurrir en el pasado con los dictadores militares) sino con el de la izquierda progresista y populista del continente, siempre a la defensa de las mejores causas.