Rafael Alba (ALN).- Las plataformas generalistas de streaming no han sido capaces de atraer a los melómanos cultos que, sin embargo, abrazaron con pasión casi todos los formatos tecnológicos anteriores. Las playlists de música relajante han servido para que las nuevas generaciones de oyentes tuvieran sus primeros contactos con la música clásica.
¿Creen ustedes que sería posible encontrar puntos de contacto entre dos colectivos tan aparentemente alejados entre sí como los que conforman los adictos a la música clásica y la clientela global de las plataformas de streaming de audio? A simple vista la respuesta parece ser no, desde luego. Si realizáramos un primer análisis, por fuerza superficial, a la caza de similitudes entre unos y otros, los resultados iniciales tal vez fueran muy desalentadores. Sobre todo, si estas someras observaciones estuvieran basadas en la idea preconcebida que la mayoría tenemos sobre las cualidades que les definen. En efecto, nada hay que se parezca menos a esos jovencitos y jovencitas con el cuerpo lleno de tatuajes y los cascos siempre colocados sobre las orejas que usan sus teléfonos móviles para disfrutar con los últimos éxitos de sus ídolos, abonados al trap, el hip hop y el reggaetón, mayormente, que esos señores y señoras, habitualmente de provecta edad, que hacen cola en la puerta del auditorio, exhibiendo sus mejores y más costosas galas, para asistir al concierto de su director de orquesta favorito.
Ya saben de quiénes les hablo. Son esos mismos hombres y mujeres de aspecto acartonado y engreído que suelen mirar siempre por encima del hombro a las estrellas del pop y a quienes un día JohnLennon, aquel simpático beatle que presumía de ser más famoso que Jesucristo, aconsejó desdeñosamente que a la hora de aplaudir se limitaran a agitar sus joyas. Lo mismo se meriendan un ciclo de lieder de Mahler, que una sinfonía de pantalón largo de Beethoven, o una tragedia vikinga musicalizada por Wagner. Se piensan exquisitos, se creen refinados y es cierto que suelen tener un poder adquisitivo alto y pocos problemas a la hora de gastar dinero en su afición favorita. La escucha y el visionado de la ejecución de piezas de música en riguroso directo y en buenas condiciones acústicas. Y sacian su sed de maravillas sonoras asistiendo, como decíamos antes, a ese tipo de concierto en el que interviene una gran agrupación sinfónica, o a esas representaciones operística donde abundan los divos y las divas tanto sobre el escenario como en el patio de butacas. Espectáculos únicos en los que las entradas, siempre tan codiciadas como difíciles de conseguir, alcanzan precios estratósfericos.
Ellos y ellas saben muy bien que las grabaciones, de cualquier clase no pueden ser más que pálidos reflejos de la vibración mística que se alcanza en esos rituales colectivos que tienen lugar en los auditorios y los grandes teatros. Por mucho que aquel malogrado genio del piano llamado Glenn Gould se empeñara en defender justamente lo contrario, y afrontara el registro de las obras de sus compositores favoritos, Bach, entre ellos, con la misma dedicación de orfebre y artesano del estudio de grabación con la que The Beatles y su compinche George Martin se enfrentaron a la creación del Sgt. Pepper’s. Aún así, estos melómanos de altura se dejaron su buena pasta en adquirir todo tipo de reproductores y maquinarias variadas que les permitieran disfrutar de sucedáneos de buena calidad de esos momentos irrepetibles que, a veces, ni siquiera pudieron llegar a vivir sobre el terreno. Compraron, pizarras, estéreos, cassettes, videos, bluerrays, homecinemas, lectores de CD, y un millón de artefactos más que han terminado, en casi todos los casos, durmiendo el sueño de los justos en los puntos de recogida de basura electrónica de las grandes ciudades.
Los canales de televisión por cable
Ellos son así. E incluso en estos tiempos de total desconcierto en que todavía nadie se atreve a anticipar cómo oirán la música grabada los aficionados del futuro, ellos, con vocación de arqueólogos ingenuos, son capaces de mantener con vida y en buen estado de salud algunos anacronismos viejunos, pagando cuotas mensuales de los exclusivos canales temáticos especializados como Mezzo oStingray Classica, o un mercado de formatos físicos, vinilos y CD, en el que las tiradas se han reducido como en todos los demás, desde luego, pero en una proporción mucho menor. Y, sin embargo, por primera vez en décadas, han optado por quedarse al margen de la última revolución tecnológica que se ha abierto paso en los hábitos generales del consumo sonoro. Ni les gustó jamás el mp3, un formato comprimido que prescinde de muchas frecuencias, ni por supuesto se abonaron a las plataformas de streaming como Spotify o Apple Music, ni fueron partícipes del fenómeno YouTube.
Quizá porque los creadores de estas compañías y sus algoritmos no han sido capaces de hacerles una oferta con las características adecuadas. O porque nadie se había preocupado demasiado, en plena crisis, de diseñar una oferta lo suficientemente atractiva para enganchar a este segmento de la población, muy capaz, por otra parte, de aportar grandes expectativas de rentabilidad a cualquier negocio que cuente con ellos. O no lo había hecho hasta ahora. Y las cifras han reflejado claramente este desencuentro. Mientras los géneros de la música popular como el r&b, hip hop, el pop, el rock o la música latina acaparan los mayores porcentajes de clicks disponibles, todos por encima de los dos dígitos, con un dominio claro de la música urbana y grandes estrellas como Drake o Beyoncé, la música clásica, apenas si ha conseguido superar el 1% del total de escuchas anuales, disputándose una y otra vez el último puesto del ranking con el jazz, ese otro sonido refinado y complejo con tantas dificultades para ser empaquetado en piezas melódicas y rítmicamente repetitivas de menos de tres minutos.
Pero ya se sabe que nada dura eternamente. O eso aseguran algunos filósofos de barra de bar que, muy probablemente, jamás hayan leído ni a Platón, ni a Descartes ni a Wittgenstein. Y, por lo visto, en los últimos tiempos un par de fenómenos parecen haber empezado a tender puentes inesperados entre la música clásica y el streaming. Y de dos maneras absolutamente independientes, además, pues pueden servir tanto para que los melómanos se acerquen por fin al formato de consumo sonoro más popular en el siglo XXI, como para que las nuevas generaciones empiecen a tener contacto con tipos tan prodigiosos y melódicamente atractivos como Mozart, el actual rey del streaming del género, Chopin o Vivaldi, entre otros. Unos acontecimientos que aún pueden ganar más peso en los próximos años, cuando la música vuelva a liberarse del reducido espacio que ahora ocupa en los cascos de los teléfonos móviles y recobre el espacio que una vez le perteneció en el interior de los coches y los salones de las casas. Quizá los entornos más propicios para que las grabaciones de música clásica vibren en el aire libre de los espacios domésticos con todo su esplendor sonoro.
Piezas cortas de música clásica
Lo cierto es que, en los últimos dos años, muchos menores de 35 años parecen haber descubierto las composiciones clásicas gracias a las playlists de música relajante. Unas selecciones efectuadas, en general por algoritmos, en las que con bastante frecuencia aparecen fragmentos de conciertos, sobre todo en piezas que combinan el sonido claramente identificable del piano con las dinámicas de las orquestas. Habrá quien piense que esta forma de consumir el trabajo de los grandes clásicos es fragmentaria e incompleta y que no les hace justicia. Tal vez sea cierto. Pero, en cualquier caso, no es algo nuevo. En los primeros tiempos de los discos de pizarra o cuando se generalizaron los singles, la música clásica ya probó estas estructuras en las que las limitaciones de tiempo jugaban un papel indispensable. Y lo hizo con éxito además, engendrando números de éxito tales como el Sueño de amor de Liszt, el Adagio de Albinioni, la Marcha turca de Mozart, o Para Elisa de Beethoven.
Y el relax y el misticismo como puntos de atracción para incentivar el consumo ya fueron probados con éxito por productores con amor por el riesgo, que consiguieron convertir en hits globales, milmillonarios en ventas, a finales del siglo XX, cuando los aficionados tenían el hábito de comprar y degustar en casa su música grabada favorita, a productos tan inesperados como los cantos gregorianos entonados por los monjes del Monasterio de Silos, una congregación burgalesa cuyas grabaciones, efectuadas por la discográfica EMI a instancias de Rafael Gil, uno de sus principales ejecutivos de la época, llegaron a vender más de un millón de discos allá por 1994, convirtiéndose primero en un superventas español, antes de ser lanzado literalmente a la conquista del mundo. El buen resultado, en aquellos tiempos en los que el new age y las músicas del mundo cotizaban al alza, sorprendió a sus propios promotores que habían sacado la obra al mercado con una mínima campaña de promoción. Así que lo mismo que ha pasado antes, estos esquemas que acercan los sonidos clásicos a los territorios superpoblados del pop pueden volver a funcionar.
Junto a estos pequeños brotes verdes que empiezan a crecer en las grandes plataformas de streaming, han comenzado a surgir algunas otras iniciativas tecnológicas más adaptadas a la manera en que los viejos aficionados a la música clásica están acostumbrados a degustar sus delicias sonoras. De momento, la que más éxito ha tenido hasta ahora se llama Idagio. Y puede disfrutarse gratuitamente, aunque con grandes limitaciones, u optar por su servicio premium, en el que el catálogo es amplio, el sonido tiene mucha más calidad y cada pieza sonora se presenta con información detallada, tanto de los compositores como de los intérpretes. Aunque la oferta puede ser mejorada todavía, porque faltan algunos instrumentistas estrella en el menú y los aficionados a la música clásica prestan casi más atención al intérprete que al compositor. Pero todo se andará, suponemos. De momento, ambos fenómenos parecen haber tenido un resultado positivo, porque las cifras de escuchas en streaming de la música clásica, todavía magras en lo que a los valores absolutos se refiere, han mejorado mucho últimamente. O eso afirman los analistas de la consultora especializada Midia Research, que en 2018, último ejercicio completo computado, detectaron un aumento del 46% en los ingresos obtenidos por las grabaciones de este género gracias al streaming. En total fueron unos 141 millones de dólares (124,03 millones de euros), cifra que supone ya el 37% del volumen total de un negocio que alcanzó un valor de 384 millones de dólares (337,8 millones de euros) en esos 12 meses. Lo dicho, lo mismo el verdadero rival de Drake y J. Balvin en los próximos meses es un tal Mozart. O lo mismo no. Pero no conviene descartar nada porque cosas más raras se han visto. ¿No les parece?