Nelson Rivera (ALN).- ‘La máscara del mando. Un estudio sobre el liderazgo’, del inglés John Keegan, no es un volumen de historia detenido en el pasado, ni tampoco un texto para especialistas. Las cuatro figuras que constituyen la secuencia del libro -Alejandro Magno; el inglés Arthur Wellesley, conocido como el Duque de Wellington; el norteamericano Ulysses S. Grant; y Adolf Hitler- no aparecen como estatuas o figuras definitivas.
Estoy entre los que creen que uno de los desafíos más altos a los que puede someterse un escritor, es la narración de combates militares. El que debe ser el libro más aclamado de John Keegan, El rostro de la batalla, es una exhibición de exclusivo talento narrativo: como si en manos de un historiador brillante, el Ernest Hemingway de Por quién doblan las campanas, y la intensidad de los testimonios reunidos en La belleza y el dolor de la batalla, de Peter Englund, se hubiesen fundido en una prosa vivaz, precisa, iluminadora.
En el fluir narrativo de Keegan son evidentes, por una parte, su inagotable erudición con respecto a lugares, espacios abiertos o cerrados, arquitectura, condiciones materiales y estéticas en las que transcurrieron las vidas de los hombres y los hechos que ha estudiado. De otro lado, su sensibilidad hacia las variantes de la psique humana, su capacidad para analizar anécdotas y episodios documentados es comparable a la de los mejores narradores.
Las páginas dedicadas a la Batalla de Waterloo, en la que el Duque de Wellington derrotó a Napoleón, recompensan al lector
En La máscara del mando. Un estudio sobre el liderazgo (Turner Publicaciones, España, 2016), el liderazgo está en las antípodas de las recetas de la autoayuda: proviene del más diverso almacén de lo humano. De circunstancias y percepciones, cuya principal característica es lo irrepetible.
La máscara del mando no es un volumen de historia detenido en el pasado, ni tampoco un texto para especialistas. Las cuatro figuras que constituyen la secuencia del estudio –Alejandro Magno; el inglés Arthur Wellesley, conocido como el Duque de Wellington; el norteamericano Ulysses S. Grant; y Adolf Hitler– no aparecen como estatuas o figuras definitivas. Son personajes vivos, inmersos en realidades, dudas e incertidumbres. Hombres y coyunturas que enriquecen la visión de nuestro propio tiempo.
Alejandro Magno y el Duque de Wellington
Pasa con Alejandro Magno: todo cuanto sabemos de él abruma. Los relatos que conocemos están siempre a punto de saltarse los hábitos de nuestra lógica. Su enfático carácter lo condujo a conformarse como un heroico líder polimorfo. El mismo que eliminaba a los rivales y a sus familiares, estableció una gestualidad y un modo de moverse que fueron modélicos. Durante diez años batalló sin cesar: daba el ejemplo. Avanzaba en primera línea hacia los ejércitos enemigos. Tenía la arrogancia necesaria para exponer la vida. Ese ir adelante suyo, tenía una fuerza reveladora: exponía los miedos o debilidades de sus oponentes.
Muy pronto, su liderazgo era precedido por su fama. Expandirse: tal su ambición. Sus soldados le acompañaban: era la recompensa que recibía por su constante preocupación por ellos. Fue un gran actor, un hombre con una profunda visión de los auditorios y de los espacios donde batallaría. Del preciosismo con que Keegan narra las batallas, obtengo esta posible conclusión: quizás el más destacado de sus genios haya sido el escénico, un líder que sabía qué decidir ante el público o ante los soldados enemigos.
El Duque de Wellington contrasta con Alejandro Magno: la suya es la inteligencia del hombre de métodos. Admirable por el sosiego con que sabía esperar y resistir. En medio de las circunstancias más enrevesadas, su mente no se turbaba: decidía con claridad y daba órdenes escuetas y precisas. Son memorables su capacidad para remplazar unas fuerzas a punto de agotarse, y por aparecer en el campo de batalla, cuando su presencia era imprescindible. Keegan le llama el antihéroe. Durante su formación, nada anunció su capacidad militar. Las páginas dedicadas a la Batalla de Waterloo, en la que derrotó a Napoleón, recompensan al lector.
Grant y Hitler
Ulysses S. Grant (1822-1885) fue el vigésimo octavo presidente de Estados Unidos. El que era un habilidoso jinete y dibujante, y que había hecho estudios militares en contra de su voluntad, resultó uno de los más grandes estrategas de la historia militar de Estados Unidos. Los relatos de su activismo durante las batallas hablan de una personalidad minuciosa, capilar, capaz de seguir a un mismo tiempo decenas y decenas de procesos de forma simultánea, y tomar rápidas decisiones sobre cada uno, incluso en los momentos de mayor adversidad. Profundamente analítico, sus batallas son casos de estudio en todo el planeta: leía en la mente de sus adversarios. Su liderazgo fue de méritos: no destacaba por su personalidad, sino por lo contrario: podía pasar desapercibido. Carecía de pretensiones heroicas: Grant se concentraba en hacer su trabajo y solucionar las dificultades de sus soldados.
En este libro el liderazgo está en las antípodas de las recetas de la autoayuda: proviene del más diverso almacén de lo humano
Grant es, si se quiere, el oponente de Adolf Hitler: el fanático de sí mismo que se autonombró como jefe supremo de las fuerzas militares alemanas, que a diario imponía tareas imposibles a sus generales, que les condujo a los peores padecimientos, como los causados en la Batalla de Stalingrado. Hitler era un líder encerrado en un bunker, ajeno a las realidades geográficas. Era un experto lector de mapas. Pasaba horas examinándolos: prefería las representaciones. Con las fuerzas aliadas a 500 metros de su oficina, Alemania arrasada y derrotada, hasta unos minutos antes de suicidarse, Hitler insistió en que la causa de la caída del Tercer Reich era la incompetencia de los generales.