Pedro Benítez (ALN).- Esta semana Argentina recordó los cuarenta años de la victoria electoral del ex presidente Raúl Alfonsín ocurrida el 30 de octubre de 1983. Esas elecciones pusieron fin a la última dictadura militar y dieron inició al periodo más largo de democracia y libertades públicas que ha tenido ese país en su historia, con lo que culminó el largo ciclo de empantanamiento institucional y violencia política en que se sumió la sociedad argentina con el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen en 1930. Durante 53 años Argentina tuvo seis golpes militares y ningún gobierno civil elegido en comicios populares pudo culminar su mandato constitucional.
La elección y el gobierno de Alfonsín cerraron esa etapa y abrieron otra; una en la cual su democracia ha logrado soportar dos hiperinflaciones (1989-1990), el colapso económico de diciembre de 2001, cuatro presidentes en tres semanas, así como los desafueros y desgaste institucional que en los últimos tres lustros ha protagonizado el kirchnerismo.
Aunque el fracaso económico que caracterizó su gobierno lo obligó a entregar antes del tiempo previsto la Presidencia a su sucesor Carlos Menem, el paso del tiempo ha reivindicado a Alfonsín como un político honesto en lo personal, consecuente con sus principios y protagonista de una transición pacífica del poder.
Sin embargo, hay un aspecto de su dilatada carrera política que se conoce poco fuera de la Argentina; su desafío abierto a la táctica Galtieri. Esa sangrienta, antigua y desafortunada argucia a la que recurrió la Junta Militar argentina presidida por el general Leopoldo Fortunato Galtieri, en abril de 1982, cuando se arropó en la bandera del patriotismo, creando un conflicto externo en la finalmente frustrada pretensión de salvar al desastroso régimen castrense.
Iniciar una guerra de agresión, a fin de consolidarse en el poder, siempre estuvo entre los planes de los militares que en marzo de 1976 derrocaron a la presidenta María Estela Martínez de Perón. Eso fue lo que llevó a Chile y Argentina al borde del conflicto armado en vísperas de la Navidad de 1978, en ocasión de la disputa territorial por el canal Beagle. Entonces se atribuyó a la mediación in extremis del Papa Juan Pablo II el haber evitado esa conflagración. Pero tanto ese asunto como el de Malvinas quedaron en la carpeta de pendientes de los generales/presidentes.
A fines de 1981, en medio serias disputas internas entre moderados y duros, con otra crisis económica avanzando sin control, la Junta Militar se enfrentaba a un escenario de creciente aislamiento internacional y desprestigio generalizado por las violaciones sistemáticas a los Derechos Humanos en las que había incurrido en el ejercicio del poder. Fue en ese contexto cuando por primera vez en seis años los sindicatos y la oposición salieron a la calle a protestar. 15 mil personas convocadas por la CGT marcharon hacia la Plaza de Mayo el 30 de marzo de 1982 exigiendo paz, pan y trabajo. La manifestación terminó esa tarde en represión con miles de heridos y detenidos, pero movió los cimientos del gobierno militar.
A Galtieri, presidente de facto, no se le ocurrió mejor idea que autorizar la Operación Rosario que consistió en la reconquista casi incruenta de Malvinas el siguiente 2 abril.
El día 3 ocurrió otra multitudinaria manifestación en Plaza Mayo al frente de la Casa Rosada, sede del Gobierno, pero no para protestar contra la Junta, sino para respaldar su decisión de recuperar las islas. Convocados de manera espontánea por el sentimiento nacional, allí se congregaron muchos de los que tres días antes habían sido reprimidos. Todo indicaba que la jugada le había salido redonda a Galtieri que, de la noche a la mañana, literalmente, se transformó en un héroe nacional.
Argentina siempre había reivindicado como suyo el archipiélago que el Reino Unido había ocupado desde 1833 y que Naciones Unidas consideraba como territorio en litigio. Ubicadas a poco más de 500 kilómetros de distancia de Tierra del Fuego al extremo sur del país, pero a 13.300 kilómetros de Londres, es decir, al otro lado del mundo, el reclamo argentino siempre tuvo (y sigue teniendo) fundamento. Además, la posibilidad de explotar recursos petrolíferos en el mar circundante era otro motivo que se sumaba a la reclamación.
Durante las diez semanas que duró el conflicto, la abrumadora mayoría de los argentinos se olvidaron de la crisis económica, de los desaparecidos y de la ausencia de libertades públicas. Con su acción el régimen militar había logrado avivar el sentimiento nacional. Pero hubo excepciones.
Nadando en contra del fervor patriótico imperante, sin saber cómo o de qué manera terminaría aquello, un pequeño grupo de intelectuales y políticos entre los que se contaban Dante Caputo, Jorge Sabato, el expresidente Arturo Frondizi y Alfonsín, denunciaron la maniobra de los generales y almirantes que no era otra sino la de crear una guerra a fin de unificar el frente interno y así perpetuarse en el poder.
En ese sentido, el 22 de abril hicieron circular una declaración firmada por ellos que algún medio impreso reprodujo y que en los días siguientes muchos lectores criticaron por el uso del sustantivo invasión. Después de todo lo que es propio no se invade, se recupera. Como sea, con aquel comunicado Alfonsín se jugó toda su carrera política. Lo demás es historia conocida.
El 14 de junio las fuerzas argentinas se rindieron ante el cuerpo expedicionario británico y al día siguiente comenzaron las protestas contra la Junta en las calles de Buenos Aires. Ante una población que le habían hecho creer se estaba ganando la guerra, quedó claro que los militares habían fracasado tanto en eso como en gobernar el país. En medio del descrédito más absoluto Galtieri fue reemplazado y la Junta se disolvió. Al año siguiente Alfonsín derrotó por primera vez al peronismo en unas elecciones libres con un margen enorme de votos.
Como presidente y hasta el final de sus días, en marzo de 2009, reivindicó el derecho histórico de su país sobre Malvinas, así como a los 649 combatientes muertos en el conflicto y los más de mil seiscientos heridos; pero en el momento crítico no se dejó arrastrar por la trampa de unos militares canallas que se refugiaron, como muchos otros, en otros tiempos y en otras tierras, en el patriotismo, mientras sacrificaban las vidas de sus jóvenes compatriotas.