Nelson Rivera (ALN).- El atentado contra las dos torres del World Trade Center, el 11 de septiembre de 2002, nos instaló en un específico imaginario: el del avión pilotado que se convertía en un misil contra otro objetivo. Sin embargo, está lejos de ser el único caso.
El 23 de marzo de 2015, el Airbus 320 propiedad de Lufthansa fue sometido a su periódica revisión. Al día siguiente, el vuelo 9525 de Germanwings despegó a las 10:01, del aeropuerto Barcelona-El Prat, hacia Dusseldorf, Alemania. Viajaban 148 personas: 142 pasajeros, cuatro tripulantes y dos pilotos. A las 10:39 el avión desapareció de los radares.
Durante ocho minutos el avión cayó en picada. El vertiginoso infierno comenzó a las 10:31. Esos ocho minutos, especialmente a partir del instante en que el terror en los rostros de los pasajeros y de los tripulantes borró todo asidero con la vida, forman parte de los eventos humanos que escapan a nuestra comprensión y para los que no tenemos palabras. El infierno en las cámaras de gas de los judíos duraba entre 20 y 25 minutos. En el vuelo copilotado por Andreas Günter Lubitz, ocho minutos. Lubitz aprovechó el momento en que el piloto del avión se levantó para ir al baño: se encerró en la cabina y desconectó el piloto automático.
Las situaciones que detonaron estos hechos recuerdan a los activadores de los asesinos en serie: rompimientos amorosos, pérdida del trabajo, situaciones de grave endeudamiento
El atentado contra las dos torres del World Trade Center, el 11 de septiembre de 2002, nos instaló en un específico imaginario: el del avión pilotado que se convertía en un misil contra otro objetivo. La enormidad de la tragedia ocurrida aquel día, a menudo nos hace olvidar que centenares de personas distribuidas en cuatro vuelos (los dos que se estrellaron contra las torres, el que cayó sobre una fachada del Pentágono y el que se estrelló en las proximidades de Pensilvania como resultado de la acción de los pasajeros en contra de los terroristas) experimentaron el terror de la muerte inminente provocada por pilotos asesinos.
El suicidio de Andreas Günter Lubitz, y el asesinato de las 147 personas que viajaban con él, provocó que el portal www.teinteresa.es publicara el 27 de marzo de 2015, una cronología de Iratse Comas, en la que recordaba 10 casos: un ruso que en septiembre de 1976 estrelló el avión en el edificio en el que vivía su exesposa; un colombiano que en 1979, luego de ser despedido, se robó un avión militar de transporte y lo dirigió a una zona residencial; un comandante japonés, quien sufría alteraciones mentales, que en 1982 lanzó su avión en la Bahía de Tokio, matando a 24 inocentes; un piloto marroquí, deprimido por razones sentimentales, que en 1994 enfiló el avión en contra de la Cordillera Atlas matando a 44 personas; un piloto indonesio que atravesaba dificultades económicas, que en 1997 estrelló el avión en las afueras de la ciudad de Palembang, matando a 104 personas.
Un caso muy resonante tuvo lugar el 31 de octubre de 1999. El mismo tiene alguna similitud con el del vuelo 9525 de Germanwings. Se trata del vuelo 990 de EgypAir, que volaba de Los Ángeles a El Cairo, con una escala en el aeropuerto de Nueva York. En el Boeing 767 viajaban 217 pasajeros. Cuando el capitán de la aeronave, un veterano con 36 años de trabajo en la aerolínea, se levantó para ir al baño, Gamil El Batouty, piloto de refuerzo y único tripulante en cabina en ese momento, desconectó el piloto automático -que es la acción que ejecutan todos los pilotos homicidas-, apagó los motores, y el avión cayó de morro hacia el océano Atlántico. Dentro de la cabina se generó un ambiente de absoluta ingravidez (la fuerza G 0, en lenguaje técnico). En la caída, el avión alcanzó 99% de la velocidad del sonido. Cuando se estrelló en el Atlántico, a unos 100 kilómetros de Nueva York, 217 personas perdieron la vida.
En los 10 casos listados por la periodista Comas, los 10 suicidas-homicidas acabaron con las vidas de 441 personas inocentes. Sin pretender establecer un paralelismo preciso, las situaciones que detonaron estos hechos recuerdan a los activadores de los asesinos en serie: rompimientos amorosos, pérdida del trabajo, situaciones de grave endeudamiento.
Morir, matar y desaparecer
El 8 de marzo de 2014, el MH370 de Malasya Airlines, que volaba de Kuala Lampur a Pekín, desapareció poco después de haber despegado. Las búsquedas del aparato se extendieron por años. En ella se emplearon recursos extraordinarios, incluyendo la participación de expertos de otros países. De hecho, se la tiene como la operación de búsqueda más costosa y larga de la historia. Expertos de Australia lo declararon como “uno de los más grandes enigmas de la historia de la aviación comercial”.
Una vez que se descartó la pesquisa en el Golfo de Tailandia y en sus alrededores, la zona asociada a la ruta prevista, aparecieron datos que indicaban que el avión había girado rumbo al sur, hacia el océano Índico. En un reportaje publicado por la revista Semana XL, firmado por Marco Evers, leo que un experto canadiense, Larry Vance, ha publicado un libro en el que desentraña el misterio.
Vance, que ha participado en las investigaciones de más de 200 accidentes aéreos, contó con la ayuda de otros dos veteranos del oficio: Terry Heaslip y Elaine Summers. Cuando Vance vio las fotografías de los dos primeros fragmentos del avión, que aparecieron en julio de 2015, el primero, y en junio de 2016, el segundo, de inmediato reaccionó: los fragmentos eran demasiado grandes (uno tenía más de dos metros de largo por uno y medio de ancho, y el otro más de cuatro metros de largo por casi dos de ancho). Eso sólo podía significar una cosa: el avión no se había estrellado. Cuando eso ocurre, en tierra o sobre la superficie oceánica, el avión y todo su contenido -incluyendo los cuerpos de los pasajeros- se despedazan. Los restos no se contabilizan en miles o en cientos de miles, sino en millones.
Zaharie Ahmad Shah, de 53 años de edad y comandante de la nave, ideó el plan, no sólo para morir y matar a los 239 ocupantes de la nave, sino para desaparecer en el mar
La conclusión de Vance y sus colaboradores es irrebatible: el avión aterrizó en algún punto del océano Índico. Se posó en la inmensidad de la región sur de sus aguas, cuya profundidad media es de casi 3,5 kilómetros, pero que contiene profundidades espeluznantes de más de 7.000 metros. Como se sabe, el oleaje del Índico es uno de los más furiosos del planeta.
Casado y con tres hijos, Zaharie Ahmad Shah, de 53 años de edad y comandante de la nave, ideó el plan, no sólo para morir y matar a los 239 ocupantes de la nave, sino para desaparecer: desaparecer en las profundidades de un mar imposible.
Se preparó para ello. Investigadores del FBI encontraron en su casa un simulador de vuelo, en el que había entrenado cómo pilotear por el sur del Índico. Y hasta allí condujo el avión: a una zona donde no pudieran rastrearle ni barcos, ni otros aviones, ni radares, y aterrizó sobre aquella superficie enloquecida. Para hacerlo, sostiene Vance, ha debido contar con combustible suficiente para la maniobra, y disponer de los sistemas hidráulicos y eléctricos del avión en funcionamiento. Pero, sobre todo, la condición sine qua non, es que al frente del avión ha debido estar un piloto muy experimentado, capaz de deslizarse por las aguas, para evitar que el avión se despedazara, y una miríada de fragmentos comenzara a flotar, con lo cual podría ser avistado, tarde o temprano.
Shah quería morir y matar. Pero también tenía otra aspiración: diseñar un vuelo, un procedimiento, que le permitiera desaparecer para siempre. Hundirse en las aguas. Que la búsqueda -así fuese nada más que esa búsqueda mental que es la esperanza de las familias de las víctimas- no culminara nunca. Vance y su equipo le han propinado una primera derrota: los análisis han producido una hipótesis fundamentada en todos los extremos, de su propósito y ejecución. Pero la interrogante no se ha cerrado. En algún lugar, a miles de metros de profundidad, protegido por el movimiento de las aguas furiosas, el secreto de Shah sigue intacto en su desafío.