Sergio Dahbar (ALN).- La política también ha dejado de ser lo que era. Lo demuestran Tulsi Gabbard en Estados Unidos y Jacir Bolsonaro en Brasil, exmilitares y populistas a contracorriente.
Cada tanto tiempo un outsider ingresa en la política para salvar al mundo de la corrupción, de los clanes enquistados, de los grupos económicos que sólo protegen sus intereses. Eso dicen. Suelen ser mediáticos y no escatiman adjetivos a la hora de ametrallar a la clase política convencional.
Se mueven ágiles sobre los hombros de un pueblo cargado de ira y resentimiento. A veces logran su objetivo y llegan al poder, como James Ernesto Morales Cabrera (más conocido como Jimmy) en Guatemala, el único payaso en alcanzar la primera magistratura de ese angosto y sufrido país centroamericano.
Como era de esperarse, las cosas no han cambiado desde que Morales asumió el gobierno de Guatemala en 2016. Las promesas incumplidas han dejado un manto de decepción entre quienes se enamoraron de su discurso populista que no podía conducir a otro lado que al abismo.
Tulsi Gabbard tiene 36 años, se asimiló a la Guardia Nacional del Ejército y peleó en Irak. Es surfista, practica yoga y karate
¿La corrupción? Se esperaba una lucha descarnada contra esta enfermedad, encabezada por este Quijote de la risa. No sólo no ha retrocedido, sino que ahora hay acusaciones serias contra familiares de Jimmy Morales en diferentes casos.
Una reflexión mayor a tener en cuenta es que los outsiders tampoco saben cómo arreglar las cosas malas que se reproducen en las democracias. Pero el mundo sigue empecinado en fascinarse con estas figuras mediáticas y ocurrentes.
Hay dos en el horizonte que merecen atención. Una ha surgido en Estados Unidos, el país que escogió a Donald Trump para moverse dentro de la cristalería. Se llama Tulsi Gabbard y a simple vista luce más sofisticada que el patético Jimmy Morales.
Tulsi Gabbard tiene 36 años, fue elegida para representar al segundo distrito de Hawai en el Congreso de Estados Unidos, se asimiló a la Guardia Nacional del Ejército y peleó en Irak. Es surfista, practica yoga y karate, y es una hinduista de larga data. Su nombre es una de las tantas variaciones con las que se conoce a la albahaca.
El otro es latinoamericano. Hay que borrar la palabra sofisticado de las inmediaciones de su apellido. Me refiero a Jair Messias Bolsonaro, de 61 años, militar y diputado brasileño, que disfrutó sus minutos de gloria al aprobar el impeachment contra Dilma Rousseff.
Al mismo tiempo atacó la política tradicional, escupió contra el comunismo y elogió al fantasma de Dilma, uno de los torturadores más infames de Brasil, Carlos Alberto Brillante Ustra. De más está decir que Bolsonaro quiere ser presidente de la República Federativa de Brasil.
Cada tanto nace un Pablo Iglesias
Es curioso: el mundo avanza, las enfermedades retroceden, el hambre ya no es una pandemia, las guerras matan menos personas que antes, pero cada tanto nace un Pablo Iglesias.
Aunque algunas cosas mejoran, la política pareciera vivir una etapa terminal. Cuesta encontrar a alguien que hable bien de los políticos. Quizás en la cocina y sin que nadie oiga. Ahí está el Tribunal Constitucional de Bolivia, arreglando lo que no se puede arreglar entre gallos y medianoche para que Evo Morales sea reelegido.
Quizás el problema es que hay demasiados políticos desconcertantes, hay carencia de salidas políticas sólidas, hay gente muy simple tratando de encontrarle solución a problemas complejos, o simplemente quizás -como dice la revista Época de Brasil- la política se ha vuelto un meme de sí misma.
Hay serias dudas de si Tulsi Gabbard o Jacir Bolsonaro “no exageran el ruido para ocultar el hueco”. Podría ser. Lo curioso es que las olas que generan sus actuaciones muchas veces son interpretadas como “un eco de las convicciones de los más reaccionarios que los rodean”.
Analicemos a Tulsi Gabbard, una mujer interesante: sus adversarios reconocen que quiere ser famosa. La periodista Rachel Maddow de MSNBC asegura que ella “escogió el fast track para ser una estrella”. No anda descaminada.
Bolsonaro no pasa de ser un aventurero audaz de la política, un perfil típico de América Latina. Un pichón de Hugo Chávez, sin petróleo bajo los pies
Tulsi Gabbard, hija de hippies irreductibles, vegetariana y excombatiente estadounidense, es seguidora de Bernie Sanders. Dos obsesiones parecieran dirigir sus energías: no enviar veteranos a guerras de manera irresponsable y limitar las intervenciones de Estados Unidos en el extranjero. No está de acuerdo en seguir armando a Al Qaeda ni a ISIS. Nada mal.
El problema, o su característica, es que cambia demasiado de pensamiento. Cuando era joven estaba en contra de los matrimonios entre homosexuales. Ahora ha cambiado, aunque lo hace con cuidado, como si pisara un campo minado. Para ser demócrata, se opuso a la candidatura de Hillary Clinton. Se reunió con Donald Trump, que intentó ofrecerle un cargo. Y apareció de repente en Siria, donde se reunió con Bashar al Assad, para promover que ese país en guerra llame a elecciones y evite una solución diferente.
Hay que reconocer que Jacir no le llega a los talones a Tulsi. Ambos pueden ser populistas a su manera, y dentro de las estructuras de los países donde han crecido, pero el brasileño no pasa de ser un aventurero audaz de la política, un perfil típico de América Latina, un hombre que mide la jugada de acuerdo a la proporción de escándalo que desatan sus palabras. Un pichón de Hugo Chávez, sin petróleo bajo los pies.
No hay contenido serio. No hay meditación importante. No hay inquietud verdadera por el destino de un país al borde del precipicio. Lo de Bolsonaro es más de lo conocido, pero peor. A Jacir lo define un juego de palabras aterrador: “como vaya viniendo, vamos viendo”.
El periodista estadounidense Kelefa Sanneth acompañó a Tulsi Gabbard por Hawai. Al final, reconoció que era el tipo de persona que hace que los demás crean en ella, aun cuando piensan diferente. No se puede decir lo mismo de Jacir Bolsonaro, que bien puede llegar a ser Presidente de Brasil, sobre los hombros del odio y la frustración.