Sergio Dahbar (ALN).- Johann Wolfgang von Goethe vuelve de la mano del filósofo alemán Rudiger Safranski, en una reciente biografía, como una figura incandescente, suerte de intelectual mediático que concilia la vida con la obra de arte.
Cada vez que el filósofo y biógrafo alemán Rudiger Safranski publica un nuevo libro, el Olimpo del pensamiento europeo suele acusar noticia del impacto. Bien porque trabaja temas inquietantes como el mal, la verdad, la globalización o el tiempo… Bien porque indaga sin intermediarios en las vidas de figuras alemanas esenciales a la cultura y a la formación del ser alemán, como Friedrich Schiller, Martin Heidegger, Friedrich Nietzsche o Johann Wolfgang von Goethe, más recientemente. Su sentido del humor y su inteligencia no pasan desapercibidos.
Safranski es un pensador necesario; una figura que complejiza un mundo fascinado por ideas fáciles y desechables; el intelectual que el año que acaba de concluir, 2017, fue escogido para convertirse en la estrella del 60 aniversario del Instituto Goethe de España.
A medida que sus declaraciones sobre la Guerra Fría o la falta de ideología de Angela Merkel generan controversia y pensamiento, su biografía más reciente, Goethe, la vida como obra de arte, publicada por Tusquets en 2015, y en Estados Unidos por Liveright en 2017, sigue despertando lecturas encendidas de reconocimiento y discusión.
Cuando publicó Las penas del joven Werther, la gente peregrinaba a su casa natal para conocerlo. Llegó a preguntarse entonces si era un profeta o un poeta
Lo fascinante de las discusiones que crea una biografía como la de Goethe es que al mismo tiempo uno de los intelectuales alemanes más estudiados por filólogos y humanistas desde hace 200 años, se haya convertido también en una figura pública poliédrica, cargada de complejidades y contrastes, que enamoraba e irritaba a quienes lo conocían. Todo un contemporáneo.
Como Safranski no quería visitar a quienes ya habían estudiado a Goethe, porque prefería leerlo con sus propios ojos y no con anteojos prestados, se metió de cabeza en un río de información abrumador. Nada más las cartas representan 54 volúmenes de 450 páginas cada uno. Por no mencionar ese vasto territorio que son sus conversaciones. Existe la leyenda de que todo quien hablaba con Goethe corría a dejar testimonio de la conversación.
Safranski reconoce que hoy sólo un futbolista sería tan famoso como lo fue Goethe en su tiempo, aquel monstruo carismático, buen mozo, elegante, educado por institutrices en casa, una casa burguesa de Frankfurt. Nada más cuando publicó Las penas del joven Werther, la gente peregrinaba a su casa natal para conocerlo. Llegó a preguntarse entonces si era un profeta o un poeta.
Tenía razones para confundirse con su talento y producción. Escribió Las penas del joven Werther en apenas cuatro semanas y se conserva el manuscrito, sin tachaduras ni correcciones. De alguna manera esta facilidad para entender su tiempo lo trastorna. Piensa que no ha hecho nada aún. Y de alguna manera es verdad.
Su gran tema es conciliar la vida y la obra. Como bien apunta Safranski, estaba convencido de que Alemania no necesitaba ser un Estado Nacional: le bastaba ser una potencia cultural. Goethe entendió que la vida es más rica que lo que las categorías económicas y políticas dictan.
Uno de los grandes héroes culturales de Europa (1749-1832) era inclasificable: escribió poesía, novelas y ensayos; hizo contribuciones científicas en la fisiología, en la geología, en la botánica y en la óptica.
Goethe baja del pedestal
Se desempeñó como diplomático, esteta de la moda, alto funcionario civil, pornógrafo en Italia, decano de una universidad, viajero aventurero, director de una compañía de teatro y jefe de una empresa minera, por citar algunas de las obligaciones y oficios.
Se sentía una persona aventajada: había vivido en tiempos de la guerra de los siete años; el nacimiento de Estados Unidos; de la Revolución Francesa; de la época napoleónica.
A pesar de haber nacido en cuna de oro, se exilia en Weimar cuando el duque Carlos Augusto le ofrece trabajo. Allí encontró seguridad económica y una vida que le ofreció crecer en diferentes ramas del conocimiento.
Nunca dejó de aprender sobre los temas que le inquietaban. El amor, las dificultades de la tarea pública, el viaje como conocimiento, sacarle el mayor provecho a cada día, y la sexualidad
En Weimar escribe sus obras mayores: Los años de aprendizaje de Wilhelm Mister; El triunfo de la sensibilidad; La afinidades electivas; Fausto; El libro de Suleika; y Poesía y verdad. Siempre creyó que el arte nos salvará de perecer en la realidad. Desconfió de las revoluciones, porque los problemas no se resuelven, sino que se agudizan.
Seguirle el ritmo era agotador: recitaba baladas escocesas; citaba extensamente a Voltaire; declamaba un poema recién escrito; escalaba una montaña en medio de la niebla…
Alcanzó a construir una leyenda tan vasta y rica en alcances culturales que fue el único intelectual alemán que sobrevivió a la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial, cuando todos los valores alemanes fueron puestos en duda. No en vano todas las academias culturales alemanas del planeta pasaron a llamarse Instituto Goethe. Hay cerca de 150 en el mundo.
Cuando Goethe tenía siete años escribió: “No me puedo reconciliar con lo que es satisfactorio para otras personas”. Fue un intelectual que supo reinventarse todo el tiempo. Un hombre con un ánimo de conocimiento insaciable, que tuvo la inteligencia de no caer postrado ante ningún Dios.
Nunca dejó de aprender sobre los temas que le inquietaban. El amor, las dificultades de la tarea pública, el viaje como conocimiento, sacarle el mayor provecho a cada día, y la sexualidad, esa felicidad de la que nunca pudo apartarse después de aquel viaje a Italia, donde Faustina, una viuda inquieta, le enseñó a dominar su cuerpo para darle verdadero placer a las mujeres.
Que Rudiger Safranski lo haya convertido en carne y hueso después de pasar demasiado tiempo en el pedestal es el mejor favor que pudo hacerle a la cultura.