Nelson Rivera (ALN).- ‘El arte de la rivalidad. Amistad, traición y ruptura en el arte moderno’, de Sebastian Smee, reúne cuatro reportajes sobre artistas que experimentaron la rivalidad: Henri Matisse y Pablo Picasso, Edouard Manet y Edgar Degas, Lucien Freud y Francis Bacon, Jackson Pollock y Willem de Kooning.
La rivalidad tiene algo vergonzante: se la disfraza, se la oculta, se la envuelve en otras consideraciones. Aunque es una presencia constante en todos los espacios de la vida, sólo excepcionalmente se acepta su existencia (quizás sea el deportivo, el territorio donde la rivalidad circula de forma más orgullosa).
Lo primero que quiero anotar: la rivalidad es, en lo esencial, binaria. Cuando opera entre tres o más, se diluye. Entre dos, se expresa de forma más intensa y categórica. Los rivales se reconocen. Se admiran. Hay entre ellos un complejo vínculo que los une y repele a un mismo tiempo. Por lo tanto, la rivalidad es excluyente: un gran artista o un gran científico sólo se siente rival de otro tan grande como él. Las rivalidades fundan un territorio excluyente, en el que caben sólo dos contendores.
Acabo de leer el libro de Sebastian Smee, El arte de la rivalidad. Amistad, traición y ruptura en el arte moderno. Reúne cuatro reportajes sobre pares que experimentaron la rivalidad: Henri Matisse y Pablo Picasso, Edouard Manet y Edgar Degas, Lucien Freud y Francis Bacon, Jackson Pollock y Willem de Kooning.
La rivalidad es binaria. Cuando opera entre tres o más, se diluye. Entre dos, se expresa de forma más intensa. Los rivales se reconocen. Se admiran. Hay entre ellos un complejo vínculo que los une y repele a un mismo tiempo
En todos los casos, una lógica se reproduce: el surgimiento de una atracción por el trabajo creativo del otro, indisociable de una fascinación por la personalidad; a continuación, el establecimiento de una amistad cargada de tensiones; y, como corolario de lo anterior, una compleja trama de influencias mutuas, luchas abiertas o veladas, no sólo por reconocimiento, sino también por amistades, coleccionistas, por la atención de una mujer o de un crítico.
El signo de la rivalidad es la comparación. La rivalidad energiza. Obliga a mejorar. Cuando uno toma ideas de otro, se propone superarlas, llevarlas más lejos. Superar la rivalidad supone encontrar una voz inconfundible, un logro propio, autónomo y superior al del rival.
La segunda acepción de la palabra rivalidad, según la RAE, es: “Enemistad producida por emulación o competencia muy vivas”. En efecto: la esencia de la rivalidad es que ambos comparten la misma ambición. Al descubrir que el rival también tiene un gran talento, el deseo se vuelve intensamente específico: ambos rivales aspiran al reconocimiento del otro. Por eso se observan. Se miran a los ojos. Se alimentan de los detalles del otro. Se cultivan las amistades comunes. Los rivales son expertos en su contrafigura. Conocen sus movimientos, sus técnicas, sus intenciones. Por ello es que, como los amantes, aun después de abiertas confrontaciones, no les resulta fácil romper el vínculo.