Carlos M. Añez (ALN).- La “cultura política” que se configuró en Venezuela, con sus componentes de estatismo y militarismo, generó el régimen creado por Hugo Chávez. Que la socialdemocracia en sus postrimerías y con su forma de apagarse favoreció la irrupción del chavismo no se puede negar, pero la naturaleza autoritaria, abusiva, manipuladora, destructiva, totalitaria, militar, corrupta, criminal, divisiva y violenta del régimen chavista no puede achacarse a las políticas de los partidos Acción Democrática y Copei hasta 1998. La cultura política del fracaso, de Eugenio A. Guerrero y Luis Alfonso Herrera Orellana, analiza los orígenes de la hecatombe republicana de Venezuela.
Estoy seguro de que somos muchos quienes disfrutamos cuando encontramos una obra de análisis crítico y serio de aspectos definitorios de nuestra historia, especialmente por su capacidad de hacernos reflexionar y comprender mejor el mundo en que estamos viviendo. La cultura política del fracaso, de Eugenio A. Guerrero y Luis Alfonso Herrera Orellana, es una de esas obras. Debo reconocer que ese libro me ha llevado a pensar y recorrer la evolución de mi propio pensamiento político desde mi época de estudiante universitario, que fue cuando tomé conciencia de que había un contexto social y político que me interesaba y me afectaba. Aunque, como se verá en lo que sigue, tengo diferencias con sus posiciones, le asigno un gran valor a lo que los autores han logrado.
Han combinado un excelente trabajo académico de estudio exhaustivo de la literatura histórica disponible sobre Venezuela con una defensa muy intensa, aunque de bases conocidas y convencionales, del paradigma conservador de la economía de mercado. Desarrollan un convincente argumento de que la realidad actual de “hecatombe” venezolana es resultado explicable del proceso político histórico del país desde sus etapas más incipientes.
El caudillismo y el militarismo, alimentando un mesianismo persistente, generan el estatismo como expectativa “natural” que se reforzará en las décadas siguientes hasta hoy mismo. En pocas palabras, se fue consolidando la fe en que el Estado, conducido por nuestros “mesías” militares, es el que resolverá nuestros problemas.
El amplio recorrido por la literatura historiográfica venezolana desde los tiempos coloniales les permite dibujar cómo la sociedad venezolana desde su gestación fue estratificada, clasista, racista y reaccionaria. Los estamentos sociales de entonces, la discriminación racial hacia los “pardos”, indígenas y esclavos, el desprecio a la igualdad, sin olvidar su lealtad a la monarquía española, son presentados con copiosas referencias historiográficas cuidadosamente ordenadas. Una cita de Humboldt remarca esa visión diciendo que “Preferían una dominación extranjera a la autoridad ejercida por americanos de una casta inferior”.
La narrativa se encarga de difuminar los mitos pseudoheroicos de la gesta de la Independencia que tradicionalmente se han difundido entre nosotros. Se destaca que la élite criolla, cuando promovió la Independencia, no lo hizo auspiciando el triunfo de la libertad y la justicia sino buscando, como clase dominante, un mayor control político sobre el país; que la Independencia no fue un movimiento popular sino más bien impopular y que, sin embargo, las masas, manejadas por los caudillos, fueron actores determinantes en la Guerra de Independencia. Como resultado, en el siglo XIX se expandió el caudillismo, uno de los fenómenos sociopolíticos que junto al militarismo y el estatismo son los componentes básicos con los que se va formando “la cultura política” de los venezolanos.
El caudillismo, que termina domado por las décadas castro-gomecistas del siglo XX, no desaparece, sino que se amalgama con el militarismo para continuar hasta nuestros días. Es esclarecedora la referencia que hacen los autores a que la República ha estado conducida por presidentes civiles sólo 10 de los 128 años que van desde la Independencia hasta 1958. Por otro lado, la vinculación histórica de los tres elementos componentes del pensamiento dominante es lúcidamente explicada. Así, el caudillismo y el militarismo, alimentando un mesianismo persistente, generan el estatismo como expectativa “natural” que se reforzará en las décadas siguientes hasta hoy mismo. En pocas palabras, se fue consolidando la fe en que el Estado, conducido por nuestros “mesías” militares, es el que resolverá nuestros problemas.
La aparición de la Generación del 28 toma su lugar en la narrativa del libro que reconoce en ella el surgimiento de nuevas fuerzas políticas que impulsarán una institucionalización más acorde con los tiempos. De esa etapa crucial de nuestra historia, los autores destacan los rasgos socialistas y marxistas de la visión política colectiva de ese grupo de jóvenes ilustrados, lo cual es, por supuesto, cierto. Sin embargo, no intentan la explicación, por no decir la justificación, de tal tendencia ideológica. Tiene el lector por sí mismo que recordar que esa gente, estudiosa en cuanto mayoritariamente universitarios, no pudo evitar la influencia de un contexto mundial bastante complicado y en plena crisis que les tocó vivir.
El año 1929 fue el paroxismo de la Gran Depresión en el mundo capitalista, con lo que las teorías de libre mercado redujeron su “popularidad” casi a niveles de ser sólo un paradigma de interés más que todo académico. Las proezas de industrialización de la revolución bolchevique en cambio se estuvieron presentando como ejemplo para el resto del mundo que pasó a admirar los resultados de la planificación centralizada y del potencial de la acción del Estado en la economía. Todavía no se conocían bien las atrocidades estalinistas de ese período. John Maynard Keynes con sus teorías sobre la demanda agregada y el potencial de intervención del Estado en las políticas monetarias y fiscales de los países, influyó sobre gran parte de sus colegas economistas y en líderes políticos de gran calado comenzando por F.D. Roosevelt. Después de la Segunda Guerra Mundial, economistas como F. Perroux, J.K. Galbraith, A. Hirschman, G. Myrdal et al, defendieron con éxito la necesidad de intervención del Estado en temas como la ordenación del territorio, la educación, la salud pública y en general el desarrollo. Prácticamente toda Europa occidental asumió para sus políticas económicas las teorías keynesianas “socialdemócratas” del momento. En fin, mi argumento es que, en ese tenso y sobrecogedor contexto histórico, fue casi “natural” o por lo menos explicable que los muchachos del 28 fuesen fundamentalmente “de izquierda”.
Guerrero y Herrera argumentan que los jóvenes del 28 se transformaron en los líderes que en los años 40 le dieron la entrada institucional y formal a la socialdemocracia con la formación y triunfo del partido Acción Democrática (AD, socialdemócrata) y posteriormente de Copei (socialcristiano). Un análisis muy bien estructurado de las disposiciones de las Constituciones del 47 y del 61, les sustenta su demostración de que tanto la propiedad privada como la libertad económica estuvieron siempre mediatizadas por conceptos tales como “el interés general” y el Estado como representante del pueblo. No hay duda de que tienen razón. Pero, de nuevo, tengo que señalar que eso era parte del paradigma dominante en el mundo. En esos tiempos, quizá sólo los Estados Unidos aplicaban políticas públicas macroeconómicas liberales y no del todo puras. Es como pedirle peras al olmo, desear que la Generación del 28 y los partidos que desarrollaron no hubiesen sido influenciados por lo que estuvo sucediendo en Europa y el “mundo libre”. La socialdemocracia se impuso en la reconstrucción de Europa y todavía hoy está vigente. ¿Cómo podemos entonces señalar de problemático que en Venezuela se hubiese instalado una socialdemocracia como la que feneció en el siglo XXI si eso era lo de esperar?
Puntos polémicos
Hay puntos en el libro en los que la socialdemocracia toma casi carácter de personaje insidioso y pernicioso. De mano con el socialcristianismo, al que, en opinión de los autores, eventualmente absorbe y digiere, la socialdemocracia es denunciada como el Caballo de Troya del militarismo, el autoritarismo y el totalitarismo de la etapa chavista. El reconocimiento de los logros de políticas socialdemócratas, que son innegables, se hace, pero sin aceptar que ellos compensen la deficiente promoción de la libertad y de la propiedad privada. Ahora bien, a la socialdemocracia se le asigna el carácter de precursora inmediata del desastre y se le imputa haber sido facilitadora del estatismo por sus componentes limitadores de la libertad y la iniciativa de los ciudadanos. El chavismo es visto como consecuencia y no como causa de la consolidación de la cultura política socialdemócrata en Venezuela.
La socialdemocracia se impuso en la reconstrucción de Europa y todavía hoy está vigente. ¿Cómo podemos entonces señalar de problemático que en Venezuela se hubiese instalado una socialdemocracia como la que feneció en el siglo XXI si eso era lo de esperar?
Ahora bien, vale preguntarse: ¿Cómo puede una política pública no ser antecedente histórico de las que le siguen en el tiempo? ¿Cómo habrían podido las políticas socialdemócratas evitar ser usadas o eliminadas por el nuevo régimen? La historia tiene ese problema de ser continua. Todo esto, no obstante, no niega que “la cultura política” que se configuró con el tiempo en Venezuela, con sus componentes de estatismo y militarismo, generó el régimen creado por Hugo Chávez en 1998. Que el régimen socialdemócrata en sus postrimerías y con su forma de apagarse favoreció la irrupción del chavismo no se puede negar, pero la naturaleza autoritaria, abusiva, manipuladora, destructiva, totalitaria, militar, corrupta, criminal, divisiva y violenta del régimen chavista no puede achacarse a las políticas de AD y Copei hasta 1998. Esa naturaleza es comunista y populista, no socialdemócrata. La aportó Chávez y, es cierto, se aprovechó de la “cultura política” prevaleciente.
La obra de Guerrero y Herrera se vuelve muy interesante con el análisis crítico minucioso que hacen de tres aspectos cruciales de las políticas socialdemócratas: el condicionamiento de la propiedad privada con especial atención a las nacionalizaciones petroleras y mineras; la preponderancia dada a la cantidad en lugar de la calidad de la educación y su uso con fines ideológicos y la contaminación del Poder Judicial con los intereses partidistas, la formación de “tribus” y la consecuente corrupción de la justicia. Las conclusiones a las que llegan son tan penetrantes como los análisis que las preceden y no puedo negar que entristecen.
Si los autores hubiesen limitado su trabajo al análisis de los sucesos y procesos históricos que explican cómo Venezuela terminó en la “hecatombe” actual, la obra tendría mi reconocimiento incondicional de excelencia. El problema es que al diagnóstico y al análisis le entrelazan sus posiciones ideológicas sobre las relaciones entre Estado, economía y ciudadanos. Presentan argumentos bien conocidos en el mundo con el apoyo de pensadores y filósofos que expusieron sus ideas a fines del siglo XIX y en el siglo XX. Se trata de autores como Hayek, Friedman, Popper y otros europeos, además de Carlos Rangel y otros autores venezolanos más recientes. Su selección es sesgada pues no incluye autores que se opusieron a esa línea de pensamiento. Por ejemplo, en el caso de la ciencia, nos dan la visión idealista de Karl Popper de que la investigación científica valida el conocimiento mediante supuestos esfuerzos de los científicos para refutar sus propias hipótesis dejando así de lado la visión histórica y factual de Thomas Kuhn de los enfrentamientos entre paradigmas. De manera análoga, ni mencionan las variadas teorías del desarrollo socioeconómico que circularon y compitieron en la segunda mitad del siglo XX y prefieren más bien ilustrar las virtudes de la libertad económica y de las fuerzas de mercado para estimular la iniciativa privada, lo cual conduciría al desarrollo y “derramaría” prosperidad sobre toda la sociedad incluyendo los estratos más pobres. Esa versión de capitalismo puro no se conoce todavía en el mundo y cuando ha habido regímenes que se le han acercado, los resultados no han sido buenos.
No estoy tratando de rechazar o contrargumentar las posiciones ideológicas de Guerrero y Herrera. Esta no es la ocasión para eso. Lo que estoy diciendo es que al tomar ellos una posición específica en ese debate centenario le reducen la credibilidad a sus análisis y conclusiones respecto al proceso histórico político de Venezuela. Sin embargo y en todo caso, mi opinión es que la obra de Guerrero y Herrera es de casi obligatoria lectura para políticos, académicos, estudiosos y demás interesados en el porvenir de Venezuela.