Pedro Benítez (ALN).- El pasado 10 de diciembre, el oficialismo kirchnerista efectuó una concentración en la histórica Plaza de Mayo de la ciudad de Buenos Aires para conmemorar los 38 años del retorno de la democracia a la Argentina. Sin embargo, la manifestación, financiada con recursos públicos (40 millones de pesos, o 400 mil dólares al cambio oficial), no se caracterizó por su amplitud democrática. Fue un acto de los partidarios del gobierno al que la oposición (ahora mayoría en el Congreso) no fue invitada.
En dicho evento, la presencia del presidente Alberto Fernández se vio opacada por el protagonismo que se repartieron los tres ex presidentes que tomaron la palabra esa tarde: el uruguayo José “Pepe” Mujica, quien tuvo la intervención más breve y sensata, “cuiden su democracia”, aconsejó; la anfitriona y actual vicepresidenta argentina Cristina Kirchner, quien hizo gala del estilo sectario y pugnaz que le caracteriza, cuestionando en todo momento la legitimidad de sus adversarios políticos, y comparando a los jueces y fiscales, que han abierto casos en su contra por corrupción, con las juntas militares que asolaron Sudamérica hasta hace cuatro décadas; y el brasileño Luis Ignacio “Lula” Da Silva.
Por ser, en términos políticos, el peso pesado del grupo, Lula realizó la intervención más importante de la jornada. El exmandatario, y candidato presidencial in péctore de la izquierda de su país, no se ahorró palabras para expresar su apoyo e identificación con su amiga y ex colega Cristina Kirchner:
“La misma persecución que me colocó en la cárcel es la que sufrió Cristina aquí en Argentina”, aseguró sin vacilar. Toda una declaración de “principios”, y, de paso, una interferencia abierta en los asuntos internos de otro país.
El uso del poder
En una maniobra destinada a zafarse de los ocho procesos judiciales que tenía abiertos en su contra hasta hace dos años, la señora Kirchner ha usado todo su poder político en la guerra abierta que le ha declarado a la Justicia argentina, con las graves consecuencias que esa actitud tiene para la institucionalidad de su país.
El argumento de su defensa no ha consistido en decir: soy inocente de lo que se me acusa y voy a demostrar en los tribunales que nunca me he beneficiado de los recursos públicos. Por el contrario, su coartada ha consistido en proclamarse víctima de una persecución judicial. El ya célebre “lawfer”.
Claro está, no puede decir otra cosa puesto que ella y sus hijos, Máximo y Florencia Kirchner (a los que en 2016 transfirió las propiedades de todos sus inmuebles), poseen un patrimonio declarado y contabilizado de más de 42 millones de dólares. Cifra que ese grupo familiar acumuló en los últimos 30 años, cuando su principal ingreso era proveniente del ejercicio de distintos cargos de elección popular. De más está decir que, por lo menos en América Latina, nadie acumula un patrimonio de dichas dimensiones cobrando un sueldo de funcionario público.
La postura de Lula no causa sorpresa
Pues bien, esta es la aliada continental a la que Lula fue a darle todo su respaldo el pasado 10 de diciembre en Buenos Aires.
¿Por qué un líder político muy popular aún en su país, favorito, según las encuestas, a ganar la elección presidencial del próximo año, y con un considerable prestigio en Europa, decide asociar su nombre al de un personaje tan cuestionado y cuestionable como la actual vicepresidenta argentina?
Lo cierto del caso es que esa postura no es novedad. Es bien sabido que el principal referente de la izquierda brasileña y latinoamericana tiene años repitiendo la misma coartada, según la cual, también él es víctima del lawfer que la derecha imperial ha concebido contra los líderes progresistas de la región. Excusa detrás de cuál ha intentado esconder toda la trama corrupta de alcance continental que, con fines políticos, se tejió desde Odebrecht y Petrobras mientras fue presidente de Brasil, y que dejó su estela de obras inconclusas y negocios opacos en buena parte de Latinoamérica.
Lo que Lula y Cristina Kirchner le están diciendo al resto del mundo es que cualquier investigación o denuncia por corrupción que se emprenda contra ellos, sus aliados, o funcionarios más cercanos, es, en sí misma, sospechosa. No puede haber motivos legítimos para investigarlos o juzgarlos. Podrían haberse quedado en la etapa según la cual, “somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario”, pero prefieren usar la variante: el que nos denuncie, investigue o juzgue es sospechoso.
Los problemas judiciales, un asunto político
De modo que han hecho de sus respectivos problemas judiciales un asunto político, ahora de carácter internacional. Que el pueblo nos juzgue. No los jueces y fiscales.
Es decir, ellos han refrendado públicamente, entre los vítores y aplausos de sus partidarios, un pacto continental por la impunidad.
Este es un hecho gravísimo para la institucionalidad latinoamericana que no presagia buenos tiempos. Estamos hablando de dos personajes que cuentan, más Lula que Cristina Kirchner, con una potente tracción electoral y una considerable influencia política que va más allá de las fronteras de sus respectivos países.
Lula cuenta con la suficiente experiencia e inteligencia para saber las implicaciones de su actitud. A ese nivel el poder nunca es inocente. Súmese a eso la pregunta que cínicamente formuló en la entrevista que días antes le concedió a El País de España: “¿Por qué Angela Merkel puede quedarse 16 años en el poder y Daniel Ortega no?”
“Dime con quién andas y te diré quién eres”
De ahí a expresar su solidaridad con Nicolás Maduro en Venezuela solo falta un paso. Después de todo, la izquierda mundial le sigue rindiendo pleitesía a la dictadura cubana. Recordemos el conocido adagio popular, “Dime con quién andas y te diré quién eres”.
La deriva política de Lula, tan aplaudido y alabado con bastantes razones en otros tiempos, es una de las demostraciones más palmarias de la decadencia de la izquierda latinoamericana, que hace rato dejó de lado el sueño de la revolución armada (lo que está muy bien), reemplazándolo por la defensa de sus negocios mutuos y la justificación de su propia impunidad.
La impunidad de los poderosos ha sido un cáncer en los dos siglos de vida independiente de las repúblicas latinoamericanas. Los líderes “progresistas” del siglo XXI, con Lula y sus amigos presidentes a la cabeza, que llegaron al poder con la promesa de combatirlo, han terminado reproduciendo las mismas conductas, solo que ahora detrás del discurso de la igualdad y la justicia social.