Pedro Benítez (ALN).- “El misterio de Miraflores ¿Quién mato a Juancho Gómez?”, de Pablo Sulbarán, es el recuento y examen de un tema que obsesionó a la Venezuela gomecista: el asesinato en una habitación del mismísimo Palacio de Miraflores de Juan Crisóstomo (Juancho) Gómez en junio de 1923. Mientras dormía en su hamaca le clavaron veintisiete puñaladas.
Vicepresidente y hermano del General Juan Vicente Gómez, su homicidio fue tan truculento como las circunstancias que lo rodearon.
LEA TAMBIÉN
Chacao: La vitrina del drama de la oposición venezolana
Sin embargo, es probable que el mejor y más conocido relato de los hechos sea de Domingo Alberto Rangel en su historia novelada “Gómez, el amo del poder” (1975); intrigas palaciegas, ambiciones, desordenadas pasiones carnales, corrupción, celos, venganzas, traición y muerte, al mejor estilo de “Yo, Claudio” del británico Robert Graves, esa otra gran novela ambientada en el siglo I en tiempos del Imperio Romano.
Como la de Graves, la obra de Domingo Alberto Rangel tiene una base histórica cierta, donde se exponen varias de las hipótesis que se manejaron sobre la autoría del crimen uniéndolas hábilmente con su pluma. Desde un primer momento todo apuntaba a una mezcla de crimen pasional con fratricida lucha dinástica por el poder.
¿Cuál fue la reacción del General Gómez? Culpar a sus opositores en el exilio y acto seguido desatar una ola represiva en un vano intento por desviar la atención, pues la sospecha generalizada era que los autores intelectuales del crimen venían del seno del propio régimen y que, a pesar de tratarse de su propio hermano, el Benemérito intentaba encubrir algo o a alguien.
El crimen de Juancho Gómez
Como sea, el asunto es que el dictador aprovechó las circunstancias para avivar la coartada justificativa de régimen: sus adversarios reales o imaginarios eran unos engendros del mal a los que sólo movía la ambición y deseo de dañar a Venezuela. Entre los apresados se encontraron los escritores Francisco Pimentel (Job Pim) y Leoncio Martínez.
Como autores materiales del homicidio fueron detenidos el capitán Isidro Barrientos, de la Guardia de Miraflores, un primo suyo, y Encarnación Mujica, criado de Juancho Gómez. Todos del círculo de confianza de la víctima. Según las crónicas de la época, que Rangel repite, nadie confesó ni se autoinculpó pese a las bárbaras torturas a la que Barrientos fue sometido. Condenados por un juez ninguno cumplió sentencia; al poco tiempo fueron sacados de la cárcel y asesinados.
Para hacer la historia larga corta, digamos que en no muchos años el apetito desordenado de poder destruyó a la dinastía y a la posibilidad de perpetuación del régimen gomecista. En 1929 Gómez destituyó del cargo de Vicepresidente, degradó militarmente y expulsó del país a su hijo Vicentico.
Poco tiempo después, bien lejos de Venezuela pero con motivaciones a todas luces bastante similares a las del General Gómez, y usando como excusa el asesinato del líder del Partido Comunista de Leningrado Sergui Kirov, otro dictador, en este caso Iósif Stalin, desató la más sanguinaria de las represiones políticas en la Rusia soviética no contra la inexistente oposición, sino contra los propios camaradas que habían acompañado a Vladimir Lenin a instaurar el régimen bolchevique casi dos décadas antes.
“La confesión del acusado es la prueba reina”
A esta etapa de la historia soviética se le conoce como la Gran Purga, cuyo capítulo más espectacular (por la puesta en escena) fueron los Juicios de Moscú. En tres farsas judiciales ocurridas en agosto de 1936, enero de 1937 y marzo de 1938, fueron condenadas 53 personas bajo los cargos de haber planificado el asesinato de Kírov y por pertenecer a una supuesta conspiración de “derechistas y trotskistas”.
Entre los más prominentes se encontraban Grigori Zinóviev, Lev Kámenev, Karl Rádek, Nikolái Bujarin, y Alekséi Rýkov. Todos habían sido protagonistas de la revolución de 1917, todos colaboraron con Lenin y Stalin a consolidar el régimen comunista y todos, de manera humillante, admitieron los cargos que se les imputaba en confesiones públicas donde, de paso, aceptaban la condena por el bien del comunismo. En su momento esto fue lo que más llamó la atención de esos procesos. Se supone que se autoinculparon a fin de proteger a sus familias.
No obstante, a todos los ejecutaron. A varios de sus familiares les tocó el mismo destino o los deportaron (los más afortunados) a los campos de trabajo forzado.
El papel principal en el desarrollo de los juicios lo desempeñó el Fiscal General de la Unión Soviética Andréi Vyshinski; quién aplicó un principio según el cual “la confesión del acusado es la prueba reina”. Por ese motivo, la sola confesión se dio como prueba suficiente del crimen.
En el exterior el primero que denunció esos juicios e intentó develarlos como una farsa fue León Trotski; revolucionario compañero de Lenin y rival de Stalin. En 1940 un agente de éste lo asesinó en México.
La muerte de Stalin
En marzo de 1953, según la versión más aceptada, Stalin falleció víctima de un derrame cerebral luego de pasar horas tirado en el suelo sobre el charco de su propia orina. Cuando sus aterrorizados colaboradores más inmediatos descubrieron su situación no le permitieron recibir atención médica hasta que fue muy tarde para él. Además, en otro ataque de paranoia había mandado a encarcelar en las semanas previas a los médicos más prominentes de Moscú.
En 1956, durante el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, Nikita Krushchov, su sucesor, denunció los crímenes y la represión ocurridos durante su régimen. En 1988 las víctimas de los Juicios de Moscú fueron oficialmente rehabilitadas durante el gobierno de Mijaíl Gorbachov.
Resulta revelador constatar que casi todos los bolcheviques importantes de la Revolución de Octubre o del gobierno de Lenin murieron ejecutados a manos de sus propios camaradas de partido, de la misma manera como a su vez habían ordenado o aceptado hacerlo con muchos de sus adversarios, incluidos el Zar Nicolás, su esposa y cinco hijos, ejecutados en julio de 1918. De modo que se cumplió aquello de que la revolución (llena de traidores) devora a sus hijos.
Vale la pena agregar que la anterior historia tuvo su versión en castellano, aunque a una escala más modesta. El 12 de junio de 1989 un tribunal militar inició un juicio público contra el general de las Fuerzas Armadas Revolucionarias cubanas Arnaldo Ochoa y otros trece supuestos cómplices, acusados de organizar una red de narcotráfico junto con el Cartel de Medellín. Como que si eso no fuera suficiente, los implicados también habrían complementado dicha actividad con el contrabando de diamantes y marfil.
“Creo que traicioné a la patria»
Ochoa era el general cubano más condecorado, en 1966 había sido parte del desembarco de guerrilleros en las costas del estado Falcón, Venezuela. Posteriormente fue jefe de las tropas cubanas en las guerras de Etiopía y Angola.
Su juicio fue televisado durante un mes y al final del cual admitió su culpabilidad ante la audiencia cubana afirmando que: “Creo que traicioné a la patria y, se lo digo con toda honradez. La traición se paga con la vida”. Su confesión fue la única prueba que se usó para condenarlo.
Al amanecer del 13 de julio de 1989 fue fusilado.
Sin embargo, este fue un proceso en el cual el régimen cubano no quedó bien parado. Obsesionado (al menos públicamente) por la moral y la ética como fundamento del Estado y del desarrollo del país, Fidel Castro no pudo ocultar el hecho de que un grupo de su más alta confianza, con responsabilidades inmensas dentro de la estructura de su gobierno, se dedicaba (supuestamente) a los tráficos más inmorales.
Parafraseando el célebre aforismo, el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente; y, eso sí, los tiranos y sus colaboradores terminan siendo prisioneros de la propia cárcel que construyeron.