(EFE).- El día que Mor Mbengue cumplió los 18 años, en el centro de menores de Tenerife (España) donde residía le invitaron a hacer las maletas, lo mismo que a su compañero Brehima Niakate. Los dos evitaron quedarse en la calle gracias a la generosidad de unos amigos y ambos han empezado a construir su vida en un piso de la ONG Mensajeros de la Paz.
Mor (Senegal, 2005) y Brehima (Mali, 2006) llegaron a España en cayuco en 2020, los dos a las islas Canarias, en el Atlántico. Y hasta hace solo unos meses formaban parte de la lista de casi 6.000 niños y adolescentes africanos que están bajo la tutela del Gobierno canario.
Su experiencia resume bien las luces y las sombras del sistema de acogida español para menores migrantes, desbordado desde hace demasiado tiempo.
Como a todos los menores que llegan en cayuco a España, a Mor y Brehima se les ofreció en las islas un techo, comida y educación hasta que cumplieron la mayoría de edad.
Sin embargo, como muchos otros, cumplieron los 18 sin haber regularizado sus documentos, a pesar de haber estado cuatro años bajo la tutela de una administración pública. Ese día dejaron de ser menores en desamparo y pasaron a ser, directamente, migrantes irregulares.
Salvados de la calle por otros emigrantes
Una de sus orientadoras en Mensajeros de la Paz recuerda que Mor llegó al programa Emancípate con lágrimas en los ojos, avergonzado de reconocer que dormía desde hacía semanas en el sofá del salón de un conocido de Senegal que vive en Tenerife y que no sabía cuánto tiempo más podría seguir en esa casa. Lo mismo le pasó a Brehima: a él lo acogió una compañera de clase. Venezolana. Emigrante. Como él.
«El día que cumplí 18 fue muy triste, porque no tenía donde ir», relata este joven senegalés.
En estos momentos, trabaja como mediador de un centro de acogida de Tenerife con chicos recién llegados de Senegal, Mali, Marruecos, Burkina Fasso o Mauritania ansiosos por trabajar y enviar dinero a casa. Sabe que todos necesitan un espejo donde mirarse.
Mor conoce la presión que están soportando: el centro de menores se les hace muy duro, porque todos están acostumbrados a trabajar y a contribuir a la economía familiar desde pequeños. «En mi centro», relata, «los viernes a veces nos daban siete euros. Yo guardaba y guardaba. Cuando juntaba 100 euros, se lo enviaba a mi madre».
A Brehima y a Mor les duele que algunos relacionen a chicos como ellos con la delincuencia y digan que «vienen a robar».
«¿Quién creen que va a pasar once días en el mar para venir a robar? Nadie. Viene a buscar una vida mejor para mí y para mi familia», replica Brehima, que recuerda cada una de las noches que vivió con 14 años en el cayuco, al final sin comida ni agua, hasta que los rescataron. Tampoco tenían ya gasolina.
Al cayuco sin que lo supieran en casa
El muchacho se embarcó sin decir nada a sus padres, porque no se lo hubieran permitido en casa. Lo mismo hizo Mor.
Antes de regresar a los centros de menores como educador, el joven senegalés pasó por trabajos muy duros, como acarrear piñas de plátano de varias decenas de kilos en plantaciones de Tenerife o atender de noche una granja de pollos. No le gustaron, pero aprendió; entre otras cosas, que tampoco le «roba trabajo» a nadie.
«Es raro que encuentres a un blanco trabajando en las fincas. No pueden decir que venimos a robar el trabajo, cogemos los empleos más difíciles hasta conseguir lo que queremos», remarca, antes de añadir que le está muy agradecido a Tenerife y que sus planes de vida están en esta isla.
A Brehima tampoco le fue mal desde que está en el programa Emancípate. Estudió un grado medio de Formación Profesional (FP) y trabaja como ayudante de cocina en un guachinche (un establecimiento de comida tradicional canaria), cocinando y sirviendo al paisanaje la inevitable perra (un vaso) de vino del país, para acompañar. Cada día está más integrado.
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