Pedro Benítez (ALN).- En su breve pero sustanciosa Historia Política de Venezuela (1970) Juan Uslar Pietri recrea la conversión en la cual el general y presidente Juan Vicente Gómez le dijo a su compadre y colaborador, Román Delgado Chalbaud, que lo metería preso.
Egresado de la Academia Naval Venezolana de Puerto Cabello, Román Delgado fue, como jefe de la Flota del gobierno, uno de los colaboradores más importantes de Cipriano Castro durante la Revolución Libertadora (1901-1903), aquella coalición de opositores alzados en armas que intentó derribar al régimen andino que tomó el poder en Caracas en octubre de 1899.
Guzmancistas y antiguzmancistas, partidarios del Mocho Hernández, liberales amarillos y conservadores; banqueros y algunos miembros de familias tradicionales de Caracas y Valencia; orientales, llaneros, corianos y guayaneses; antiguos rivales, amigos y enemigos de la Venezuela del siglo XIX, hicieron causa común durante dos años y medio contra ese grupo de advenedizos montañeses provenientes del Táchira. El 21 de julio de 1903 en la Batalla de Ciudad Bolívar, luego de tres días de plomo, pólvora y sangre, Gómez, como el jefe de las fuerzas gubernamentales, y asistido por Román Delgado, los derrotó.
Una parte del país se impuso sobre la otra. Fue el fin de las guerras civiles venezolanas. Como ya había ocurrido antes en Venezuela, y volvería a ocurrir otra vez, un grupo desplazó a otro del poder. Pese a que no era tachirense, sino merideño, el padre del que casi medio siglo después sería ministro de Guerra y Marina de Rómulo Gallegos, y luego presidente de la Junta Militar que lo derrocó, quedó del lado de los vencedores compartiendo el triunfo, los privilegios y los negocios.
Una lucha que no termina
Sin embargo, como la lucha por el poder nunca termina, unos años después, diciembre de 1908, Gómez, aprovechando los problemas de salud de su jefe, y también compadre, lo traicionó y derrocó. Se quedó con el coroto (jerga caraqueña de la época que denominaba a la silla presidencial) directamente o de persona interpuesta por los siguientes 27 años.
Román Delgado se puso, otra vez, del lado del vencedor. Al parecer entre Gómez y él se estableció una relación muy estrecha, al punto de que el presidente fue el padrino de sus hijos e incluso le dio el monopolio de todo el transporte marítimo y fluvial del país, por medio de la Compañía Anónima de Navegación Fluvial y Costanera en la cual los dos eran socios.
Pero esa relación de confianza no duró mucho. En el citado texto, Juan Uslar recuerda que por esos días todos pensaban que Gómez será fácil de manejar cuando, en realidad, su mayor facultad era “hacerse el estúpido”. Puede que Delgado haya creído eso o se haya dejado “calentar la oreja” en un momento en cual muchos lo veían como un probable sucesor. También es posible que los intrigantes cortesanos de toda la vida lo hayan mal puesto con su jefe. Como sea, la cuestión fue que la relación entre los compadres, aliados y socios rápidamente se resintió. En 1911 el presidente le negó algunos negocios (recordemos que según Maquiavelo esta es la peor ofensa que se le puede hacer a un hombre) y al año siguiente, diciembre de 1912, ocurrieron disturbios estudiantiles en la Universidad Central. Comenzaba a verse claro que Gómez pretendía perpetuarse en el ejercicio del mando absoluto y con ello se reinició una traición venezolana tan arraigada como las arepas o las hallacas: la conspiradera (sic).
La última conversación
Prosigue Juan Uslar en su relato recreando la última conversión entre los dos protagonista de esta historia:
“Gómez, con su habitual calma le deja actuar con entera libertad para pulsar su prestigio, esperando la oportunidad propicia de darle un definitivo manotazo. Una mañana, como de costumbre, va Delgado Chalbaud a Miraflores a presentarle cuentas (…) Este le mira a los ojos en forma penetrante, y le dice: “Compadre Román, ¿qué haría con un amigo que estuviera conspirando contra usted?” Delgado le contestó serenamente: “Pues le pondría un par de grillos y lo enviaría al castillo”. Gómez le contestó, a su vez: “Eso es justamente lo que voy a hacer con usted, compadre”. Y lo envió a la Rotunda” (pág. 185).
Román Delgado Chalbaud pasó allí recluido los siguientes 14 años de su vida, sometido a todo tipo de suplicios y de maltratos.
La profesora Ocarina Castillo, autora de la biografía del hijo de nuestro personaje de hoy, complementa esa historia añadiendo que Luisa Elena Gómez Velutini, esposa de Román Delgado, fue a interceder directamente a la casa de Gómez por su marido, con el siguiente argumento: “Compadre, no me voy de aquí hasta que usted me entregué a Román”.
A lo que Gómez le habría respondido dirigiéndose a su esposa: “prepárele una habitación a la comadre que se queda a vivir con nosotros”. A continuación razonó su respuesta: “Si yo suelto al compadre, él va a salir a conspirar y lo voy a tener que matar. Así que prefiero que siga preso”.
Exilio y complot
En 1929 Gómez dejó salir de la Rotunda a Delgado Chalbaud; arruinado y disminuido físicamente lo mandó al exilio. Para entonces había tenido que lidiar contra la persistente oposición dentro y fuera del país (que nunca lo sacó del poder, como sabemos) pero de manera más peligrosa con las continuas conspiraciones que se originaron, incluso, en el seno de propia familia, lo que le llevó a defenestrar a su hijo, vicepresidente e Inspector General de Ejército, Vicentico Gómez.
Tal como había predicho el astuto dictador, Román Delgado se fue a París a complotar. Allí organizó la célebre expedición del Falke en la que se involucraron la mayoría de los más connotados antigomecistas de la época que se encontraban en el exilio. La aventura incluyó a varios mercenarios alemanes y estuvo financiada por Antonio Aranguren, antiguo beneficiario de una concesión de petróleo y asfalto que le otorgó Cipriano Castro y que, también, se había enemistado con Gómez.
Al amanecer del 11 de agosto de 1929, el barco de vapor Falke entró en el puerto de Cumaná. Al frente de sus hombres Román Delgado intentó tomar el puente Guzmán Blanco pero se encontraron con las fuerzas del gobierno dirigidas personalmente por el general Emilio Fernández, presidente del estado Sucre. Allí se liaron a tiros y los dos jefes murieron en medio del fuego cruzado.
¿Hecho heroico?
Aunque con el paso de los años la fracasada expedición se vio como un hecho romántico, casi heroico, lo cierto del caso es que en aquel momento dio pie a todo tipo de reproches y disputas entre la siempre dividida oposición antigomecista. Unos atribuyeron el desenlace a la falta de coordinación y otros a la siempre eficaz red de delación al servicio de Gómez. Pocos a lo que era más evidente, aquello era una locura sin destino.
Impresionado por aquel acontecimiento, y por todo lo que le rodeó, el por entonces joven Rómulo Betancourt llegó a la conclusión de que Román Delgado, en realidad, no pretendía derrotar al gomecismo sino reemplazar a Gómez. Un caudillo por otro.
Como a esta altura del relato el amable lector podrá haberse dado cuenta, la historia nunca se repite exactamente igual, pero hay eventos que sí se parecen; después de todo, la naturaleza humana siempre es la misma, en todo momento y lugar.