Rogelio Núñez (ALN).- El favoritismo de Alberto Fernández para las elecciones en Argentina provoca que la gran incógnita gire ahora no sobre quién ganará en la cita ante las urnas sino en torno a cómo sería un futuro gobierno con Alberto Fernández en la Casa Rosada.
En Argentina y fuera del país existe un consenso generalizado: tras el resultado de las internas (las PASO) del 11 de agosto, el candidato kirchnerista (Alberto Fernández) es el ganador virtual y un presidente in pectore con vistas a las elecciones presidenciales del 27 de octubre. Fernández aventajó en 15 puntos a Mauricio Macri en las internas y superó el 47% de los votos, lo que le acerca, casi sin remisión, a una victoria en primera vuelta sin necesidad de disputar el balotaje.
Ese favoritismo provoca que la gran incógnita gire ahora no sobre quién ganará en la cita ante las urnas sino en torno a cómo sería un futuro gobierno con Alberto Fernández en la Casa Rosada. En ese sentido se especula sobre si se tratará de un Ejecutivo heterodoxo, ortodoxo o que recaiga en el populismo; sobre qué papel jugará Cristina Fernández de Kirchner en su calidad de vicepresidenta y verdadera líder del kirchnerismo; y finalmente, las reflexiones versan sobre si el nuevo gobierno tratará de ser conciliador o vengativo tras el calvario por el que pasaron muchos kirchneristas desde 2015 por los escándalos de corrupción que les han perseguido.
Para responder a algunas preguntas es aún muy pronto ya que, pese a la sensación generalizada, ni siquiera Alberto Fernández es presidente electo. De todas formas, existen ciertos indicios de por dónde podría caminar una futura y nueva Administración kirchnerista:
1-. Alberto Fernández, un gradualista ortodoxo alejado del populismo
Alberto Fernández no es Cristina Kirchner pero tampoco es un nuevo Mauricio Macri, el “neoliberal” de su última etapa. El vencedor de las internas ha demostrado a lo largo de su currículum que rechaza las políticas populistas (por eso rompió con Cristina Kirchner en 2008) y no es partidario tampoco de los duros ajustes y shocks económicos inspirados por el FMI como el que lideró entre 2018 y 2019 la Administración macrista.
Existe un temor entre los sectores antikirchneristas (peronistas incluidos) y en los mercados internacionales sobre que el regreso del kirchnerismo suponga la puesta en marcha de medidas de corte populista como ocurriera, sobre todo, durante la segunda Administración de Cristina (2011-2015). Sin embargo, Alberto Fernández es, por historia personal (comenzó su carrera política con Domingo Cavallo, quintaesencia del “neoliberalismo” argentino) y mentalidad (se declara “liberal progresista”), un ortodoxo aunque dentro de parámetros gradualistas.
El que fuera jefe de Gabinete durante todo el gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) y parte del de Cristina Fernández de Kirchner (2007-julio de 2008) rechaza duros ajustes estructurales y se inclina por las tesis gradualistas como herramienta para alcanzar el restablecimiento de los equilibrios macroeconómicos. Alberto Fernández asegura que su objetivo es recuperar los aciertos del primer Kirchner (mantener el equilibrio fiscal, lograr el superávit comercial, favorecer la acumulación de reservas, apostar por un dólar competitivo y promover el desendeudamiento) y del primer Macri, el que apostó por el gradualismo entre 2015 y 2018 para contener la inflación y los déficits.
2-. Los dos pilares de su gestión
Las dos herramientas principales a las que recurriría Fernández para normalizar las cuentas son la renegociación de la deuda con el FMI para tener acceso a financiación y el acuerdo sectorial -con sindicatos y empresarios- para controlar los precios y, por ende, la inflación.
El presidenciable kirchnerista desea negociar con el FMI la reprogramación de la deuda privada, lo cual podría pasar por un canje voluntario de bonos, que incluyera el que se reprogramen los vencimientos sin disminuir el montante. Esto calmaría a los mercados pero obligaría al gobierno a mantener un ajuste. Y eso no sólo caería mal en el kirchnerismo radical sino que entraría en contradicción con el gradualismo que abandera un presidenciable. Alberto Fernández va a tener que navegar en medio del malestar social y entre las presiones de los sectores más a la izquierda del kirchnerismo y su necesidad de acceder al financiamiento externo que sólo se abrirá si es apoyado por el FMI, organismo que, tras el fracaso de Macri, exigirá mucho más al nuevo gobierno.
El Fondo, que se volcó en apoyar al actual gobierno con la bendición de la Administración Trump, no abrirá la mano sin acordar un nuevo programa y será mucho más exigente en sus condiciones. Además, la fluida relación Macri-Trump desaparecerá con el kirchnerismo en la Casa Rosada. En junio de 2018, cuando el FMI aprobó el primer salvataje -de 50.000 millones de dólares-, Argentina se encontraba en una situación de aislamiento financiero y el Fondo se transformó en la única fuente de financiamiento internacional. Tres meses después del primer préstamo, y al no calmarse los mercados, el FMI amplió el crédito a 57.000 millones de dólares: el 61% de todos los préstamos concedidos por la entidad.
Dado lo compleja que va a ser la renegociación con el Fondo, lo que se intuye como su primera medida estrella sería un acuerdo de precios y salarios con la CGT y los empresarios. Un pacto por 180 días para calmar las aguas y darle un cierto margen de maniobra.
Sus mensajes van en esa línea, la de llamar al acuerdo y la cooperación: “Hoy hemos instituido la Argentina del futuro, que es un país que dialoga para ver cómo hacemos para que la industria vuelva a tener un rol preponderante, donde las pymes sean atendidas, con un tratamiento diferenciado para las que están en el interior… se comenzó a plasmar un nuevo modo de trabajar en la Argentina, con todos y escuchándonos, entendiendo dónde están los horizontes y cuáles son las prioridades, que son producir, dar trabajo y exportar para conseguir divisas y cumplir nuestras obligaciones, para lo que hace falta trabajar junto a los industriales”.
Pero esta es una jugada táctica y cortoplacista con la que ganar tiempo, pero no es el pilar fundamental con el que sacar a la Argentina del pozo. “Puede funcionar transitoriamente, pero no es el inicio de un plan de estabilización. Deberá avanzar rápido en definiciones sobre gastos, impuestos, retenciones, provincias y la renegociación con el FMI”, señala el sociólogo Marcos Novaro.
Además, dos figuras se alzan como claves en su gestión. Por un lado, el economista Carlos Melconian, a quien el candidato ha encargado -o al menos consultado- un programa económico sistemático y global. Es toda una declaración de intenciones sobre el perfil de su gobierno porque curiosamente Melconian no es un gradualista sino una figura que criticó el gradualismo de Macri desde posturas más a la derecha.
Sólo un milagro puede salvar a Mauricio Macri del desastre total
Pero Melconian no va a ser ministro de Fernández, por lo que la gran duda es quién pondrá a caminar las líneas maestras planteadas por él. Entre los economistas más cercanos a Fernández existe una amplia diversidad pues se trata de figuras muy heterogéneas: cercanas a la heterodoxia como Emanuel Álvarez Agis (exviceministro de Economía de Axel Kicillof); y elementos más ortodoxos como Guillermo Nielsen (exviceministro de Economía de Roberto Lavagna) y Martín Redrado, expresidente del Banco Central.
3-. ¿Hay posibilidades de crear el “albertismo” como contrapeso al “cristinismo”?
El tenor de la relación entre el presidente y la vicepresidenta es, en caso de ganar, la gran duda en torno a un futuro gobierno kirchnerista.
La historia de Alberto Fernández y Cristina Fernández es propia de un vodevil: aliados durante la gestión de Néstor Kirchner, rompieron al año de iniciar la primera administración de Cristina y hasta 2016-17 mantuvieron una agria y distante relación. La reconciliación entre ambos llevó a Alberto Fernández al círculo más cercano de consejeros de la expresidenta y después a ser la pieza clave de la estrategia cristinista: pasar ella a un segundo plano, colocando a Alberto como mascarón de proa del kirchnerismo para atraer el voto más moderado. La jugada política ha sido exitosa (como se puso en evidencia en las internas) pero plantea serias dudas sobre el futuro: no tanto sobre quién gobernará realmente (Alberto o Cristina) sino más bien sobre cómo será la convivencia entre estas dos fuertes personalidades y sobre todo entre el movimiento kirchnerista (situado muy a la izquierda) y el “albertismo” más centrista y moderado.
Cristina carecerá de poder efectivo como vicepresidenta pero tiene un fuerte liderazgo y una gran cantidad de los futuros diputados que le son fieles. El “albertismo”, por el contrario, no existe y deberá irse construyendo en el futuro. La gran baza de Alberto Fernández sería su rol como presidente y las herramientas de poder que eso trae consigo y por medio de las cuales puede ir construyendo su propia base de poder.
Ya existen indicios de que la relación entre las distintas sensibilidades de quienes apoyan a Alberto Fernández no va a ser fácil ni cómoda. El candidato mantiene una relación fluida con las bestias negras del kirchnerismo: la Mesa de Enlace agropecuaria, con Héctor Magnetto (el hombre fuerte del Grupo Clarín, históricamente enfrentado a Cristina) y consulta a economistas neoliberales como Carlos Melconian.
Incluso, el candidato presidencial del Frente de Todos ya ha tenido que salir públicamente a solicitar (y criticar) a las organizaciones sociales que en las últimas jornadas coparon las calles con protestas y piquetes “para evitar situaciones que puedan generar violencia”: “Pido a los argentinos que no perdamos la calma. Todos sabemos la justicia de los reclamos, pero debemos intentar que no compliquemos más el escenario difícil que tenemos. Evitemos estar en las calles y generar situaciones que pueden llamar a la confrontación y a la violencia”.
Todo apunta a que Alberto Fernández necesita acumular poder político autónomo, ajeno a Cristina y a La Cámpora (el grupo kirchneristra por excelencia, liderado por Máximo Kirxchner -hijo de Cristina-, que tendrá numerosos diputados y en torno al cual giran numerosas organizaciones sociales). Eso le conduce a tener que ir formando su propia base de poder: ahí sobresale el rol que cumplirán los gobernadores peronistas -como Juan Luis Manzur (Tucumán)– y líderes políticos como Sergio Massa.
Los gobernadores en su mayoría son antes peronistas que kirchneristas y se sienten más cómodos con Alberto que con Cristina. En ese sentido uno de sus grandes retos será ganarse la confianza de mandatarios locales como el gobernador de Córdoba (el peronista antikirchnerista Juan Schiaretti, renuente hasta ahora a acercarse a Alberto Fernández) dado que el de la decisiva provincia de Buenos Aires, probablemente Axel Kiciloff, es uno de los hombres más cercanos a Cristina. De igual forma frente al peso de grupos sociales más radicalizados (Polo Obrero y Libres del Sur) Alberto Fernández se acercará a los más dialoguistas (Barrios de Pie y la CTEP) y sobre todo tratará de forjar una alianza con el principal sindicato peronista (la CGT) alejado del cristinismo.
Pero para crear una plataforma de poder en la que respaldarse y no depender del cristinismo necesita tiempo y resultados. Sin embargo, tiempo tiene poco antes de empezar a sentir presión en las calles (en torno a un año) y los resultados a corto plazo no van a ser fáciles de alcanzar. Alberto Fernández necesitará mostrar éxitos concretos en el arranque de su gestión y 2020 se presenta como un año clave para consolidarse ya que en ese periodo todavía gozará de una cierta luna de miel, del beneficio de la duda y no será año electoral (como sí lo será 2021 cuando hay comicios legislativos).
En ese escaso tiempo, y con poco margen de acción, Alberto Fernández deberá acumular poder para no acabar convirtiéndose en un títere del kirchnerismo (algo que, al menos en el arranque, estará muy lejos de ser) y a la vez dominar una economía que ya provocó la derrota del kirchnerismo en 2015, el hundimiento de Macri en 2019 y que se cierne como el gran peligro para la estabilidad de su futuro gobierno. Los éxitos le darán más tiempo para amainar el temporal social y construir una base de poder propio, pero si no llegan se lo recortarán. Como señala Martín Rodríguez Yebra en La Nación, “en el vértigo de una campaña enrarecida, con la amenaza latente de otra réplica del terremoto financiero, el albertismo es una criatura en estado embrionario a la que resta dotar de su contenido distintivo”.