Daniel Gómez (ALN).- Los drones que, supuestamente, querían acabar con la vida de Nicolás Maduro resultaron una forma de matar original pero poco efectiva. La historia dice que para acabar con un presidente lo mejor es un arma de fuego. Eso lo saben bien en Latinoamérica. El veneno y los puñales también se presentan como métodos de asesinato bastante eficaces.
Por primera vez en la historia han intentado asesinar a un mandatario con un dron. El presunto atentado contra Nicolás Maduro, presidente de Venezuela, demuestra que las formas de matar están cambiando, aunque tal vez no sean tan efectivas como las tradicionales.
A los faraones los degollaban. A los papas los envenenaban. Y, de un tiempo a esta parte, los disparos con armas de fuego se han vuelto habituales en los magnicidios. Los puñales y el veneno, aunque sean poco sofisticados, también han dejado patente su eficacia.
Por tanto, se puede decir que lo del supuesto dron cargado de C4, un popular explosivo, fue una acción de lo más original, pero nada más. De hecho, la historia latinoamericana muestra que la mejor manera de acabar con un presidente son las armas de fuego. O las palizas.
De linchamientos a bazucazos
El siglo XX fue terrorífico en América Latina. El escritor español José María Ollé Romeu lo deja patente en el libro Un siglo de magnicidios.
Llama la atención el caso de Gualberto Villarroel, presidente de Bolivia. Este militar, en ocasiones acusado de fascista, otras de peronista, fue asesinado el 21 de julio de 1946 en plena calle.
Una turba entró al palacio presidencial, agarró al mandatario, lo sacó del edificio y lo arrastró por la ciudad de La Paz. Sin pudor alguno, lo lincharon con puñetazos, patadas y puñaladas. En plena calle. Semejante acto de crueldad terminó con Villarroel colgado en la Plaza Murillo.
Otro ejemplo, narrado en el libro de Ollé, es el de José Antonio Remón, quien fue presidente de Panamá hasta su asesinato el 2 de enero de 1955. Remón celebraba la victoria de su caballo en el hipódromo Juan Franco. El éxtasis contagió a sus acompañantes, quienes escucharon fuegos artificiales cuando en realidad lo que sonaba eran las metralletas que acabaron con la vida del presidente.
El dictador nicaragüense Anastasio Somoza Debayle también perdió la vida con armas de fuego. El 17 de septiembre de 1980, ya en el exilio en Paraguay, recibió balas de todo tipo cuando decidió salir de casa.
Los autores, un grupo sandinista compuesto por siete personas (cuatro hombres y tres mujeres), conocían con exactitud los movimientos de Somoza en su hogar en Asunción. Armados con fusiles y ametralladoras soviéticas, arremetieron contra su carro.
El golpe final lo dio una bazuca, un lanzacohetes pensado para derribar carros de combate que dejó al dictador literalmente calcinado. Dicen los forenses que reconocieron su cuerpo por los pies.
Traiciones, tiroteos y suicidios
Son más los ejemplos de mandatarios latinoamericanos muertos por atentados. El 26 de julio de 1957, Carlos Castillo Armas, presidente de Guatemala, fue asesinado por un guardia militar, Romeo Vázquez Sánchez. Le disparó cuatro tiros y luego se suicidó.
Rafael Leónidas Trujillo, presidente de la República Dominicana, fue víctima de una emboscada el 30 de mayo de 1961. Hasta 60 impactos de balas recibió su coche. Siete fueron a parar al cuerpo del dictador. Lo perpetró un grupo de 11 hombres alentados por la CIA.
Lo de Salvador Allende, presidente de Chile, dicen que fue un suicidio. Al menos, esa fue la versión oficial de la Junta Militar. Otros, en cambio, apuntan que lo ocurrido el 11 de septiembre de 1973 en la sede del Gobierno ocurrió a manos de terceras personas. Así lo sugirió el fallecido presidente cubano, Fidel Castro, en más de una ocasión.
No obstante, atendiendo a la versión oficial, confirmada por hasta tres forenses, Allende se suicidó con una AK-47 que le regaló Castro, “su compañero de armas”, como se hacían llamar.
Otros asesinatos históricos
Quizá el atentado más famoso de todos fue el que acabó con la vida del trigésimo quinto presidente de EEUU,John F. Kennedy. El viernes 22 de noviembre de 1963, a plena luz del día, en Dallas, Kennedy fue mortalmente herido por un francotirador llamado Lee Harvey Oswald, quien no era más que un empleado del almacén Texas School Book Depository.
El primer presidente de Estados Unidos, Abraham Lincoln, también fue asesinado por un disparo. El 15 de abril de 1865, en el Teatro Ford, el actor John Wilkes Booth disparó a la cabeza del mandatario.
El desencadenante de la Primera Guerra Mundial también tuvo que ver con el asesinato de un gobernante. El 28 de junio de 1914, el heredero de la corona del Imperio Austrohúngaro, el archiduque Francisco Fernando de Austria, murió a manos de Gavrilo Princip, miembro de Joven Bosnia, un grupo que defendía la emancipación de Austria y Hungría y estaba apoyado por el Reino de Serbia.
Rodrigo de Borgia bebió la mortífera copa con la que quiso asesinar al Cardenal Corneto
Luis Carrero Blanco, presidente de España en la dictadura franquista, fue víctima de un atentado de la banda terrorista ETA. El 20 de diciembre de 1973, al salir de misa, su Dodge 3700 FT, de casi dos toneladas de peso, saltó por los aires y cayó en la azotea de un monasterio de Madrid. 50 kilos de dinamita provocaron la explosión, un inmenso cráter en el asfalto y, obviamente, la muerte del político.
Antes de que existieran las armas de fuego, también se producían magnicidios contra grandes líderes. Conocida es la muerte de Rodrigo de Borgia, convertido en el Papa Alejandro VI, por envenenamiento. En 1503, por error, bebió la mortífera copa con la que quiso arrebatar la vida al Cardenal Corneto.
Ramsés III, el último faraón egipcio, fue víctima de una conspiración. Eso dice la última investigación del profesor Albert Zink, paleopatólogo del Instituto de las Momias y del Hombre de Hielo de Bolzano en Italia.
De acuerdo con sus averiguaciones, Ramsés III recibió un profundo corte en la garganta -de siete centímetros debajo de la laringe- que provocó su muerte inmediata tras un complot de algunos allegados del faraón.