Aníbal Romero (ALN).- Historia de la guerra del Peloponeso, por Tucídides. “En su empeño por extraer de lo particular lecciones generales, el autor apunta en la obra que los tres motivos principales del comportamiento humano, y ello incluye las guerras, son ‘el honor, el temor y el interés’. Esta idea puede traducirse y englobarse, en lo que respecta a la guerra, en la ambición de poder, tanto de conquistarlo como, una vez poseído, preservarlo”.
La Grecia antigua fue testigo de una de las más largas y cruentas guerras de toda la historia de Occidente, hasta el día de hoy. El conflicto terrestre y naval se extendió durante casi tres décadas, entre los años 431 a 404 anteriores a la Era cristiana, y enfrentó a dos sistemas de alianzas: la llamada Liga del Peloponeso, encabezada por Esparta, y la Liga de Delfos comandada por Atenas. Tucídides, un militar o estratego ateniense, presenció parte de los eventos de ese proceso, participó en algunos de ellos y decidió escribir la historia de lo entonces ocurrido. El relato de Tucídides, que comprende ocho secciones o “libros”, cubre 21 años del conflicto, se interrumpe abruptamente en el libro VIII y fue completado por otros historiadores de la antigüedad.
La Historia de la guerra del Peloponeso ha sido considerada por siglos, con sobradas razones, como un legítimo clásico, un digno e insustituible miembro del canon historiográfico de Occidente. No se equivocan quienes la califican como la primera gran obra de historia crítica, es decir, un libro que va más allá de una mera narración de eventos y procura además estudiar sus causas, evaluar sus vaivenes y juzgar su significado. No me cabe duda que se trata de una lectura fundamental para quienes se interesan por los temas históricos, la política, la sociología y la condición humana misma. Tucídides llevó a cabo una magnífica empresa de análisis y reflexión, y su Historia continúa suministrando a los que la abordan grandes deleites intelectuales. La recomiendo con particular entusiasmo como una lectura de inagotable riqueza de contenidos, nivel estilístico y vitales enseñanzas.
El logro intelectual de Tucídides ha sido acicate de apasionantes y esclarecedoras discusiones sobre, entre otros asuntos, los orígenes de la primera y segunda guerras mundiales, la Guerra Fría, y más recientemente la creciente y peligrosa competencia geopolítica entre Estados Unidos y China, es decir, entre un poder democrático -como la Atenas del siglo V antes de Cristo-, responsable principal del existente orden de cosas internacional, y por otra parte su rival asiático en ascenso, que combina el capitalismo de Estado con el control totalitario del partido comunista. A semejanza de Esparta en los tiempos de la guerra del Peloponeso, la China de hoy es una sociedad centralizada y autoritaria, pero también –y en ello se asemeja más bien a Atenas- es un poder emergente que pone en juego los equilibrios vigentes y suscita aprensión y temores en los demás. Si bien es cierto, como afirma Henry Kissinger, que “la historia enseña por analogía, no por identidad”, también lo es que las analogías históricas son pocas veces perfectas y deben usarse con ponderación. La Atenas del siglo V antes de Cristo era democrática y también imperial y amenazante a ojos del resto; Esparta era autoritaria, cerrada, disciplinada y recelosa del aumento del poder y ambiciones de su rival. Algunos han querido ver en Estados Unidos una Atenas actualizada y a China como equivalente a Esparta, pero lo cierto es que el poder conservador es hoy Estados Unidos, una democracia, y el que emerge y cuestiona los esquemas tradicionales un Estado totalitario.
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Otras diferencias cruciales entre la lucha entre potencias y sus alianzas en tiempos de Tucídides, de un lado, y del otro la Guerra Fría entre Estados Unidos y la URSS y el choque entre Estados Unidos y China, son:
Primero, que antiguamente no existían armas nucleares ni la amenaza de aniquilación masiva y rápida que hoy conocemos.
En segundo término, la guerra del Peloponeso se llevó a cabo entre griegos, fue también una guerra civil, aunque en su etapa final intervino un poder extranjero, la poderosa Persia de ese tiempo, en ayuda de Esparta.
En tercer lugar, la Guerra Fría no condujo a colisiones directas entre estadounidenses y soviéticos, sino siempre a través de otros, apoyados por sus patrones de turno. Cabe no obstante anotar que en Corea, en los años 50 del pasado siglo, estadounidenses y chinos combatieron encarnizadamente, pero esa guerra acabó en un empate, por decirlo de esa manera. La espada de Damocles de una guerra nuclear, a partir de Hiroshima y Nagasaki, ya había suscitado relevantes restricciones, impuestas por la prudencia y el miedo.
Resulta sin embargo imposible evadir las analogías entre eventos del pasado y situaciones presentes, y la Historia de Tucídides ofrece numerosos estímulos en ese sentido, debido precisamente al carácter universal de sus enseñanzas. Su autor estaba convencido de que “esta guerra de ahora, a pesar de que los hombres siempre consideran la más importante aquella en la que luchan, y una vez que la concluyen vuelven a admirar más las antiguas, mostrará a quienes examinen el asunto a partir de los hechos reales que ha sido, con todo, mayor que aquéllas”. Fue una guerra a gran escala entre dos Estados dominantes y sus asociados, que se hallaban en la cúspide de su poder e influencia. Fue también, como ya indiqué, una guerra prolongada y de desgaste, con numerosas idas y venidas que cambiaron la correlación de fuerzas a través de los años. Fue igualmente una guerra con fines políticos extremos, ya que difícilmente, en vista de las percepciones que cada contrincante tenía del otro, podía el conflicto resolverse excepto mediante la aniquilación o la rendición incondicional de uno de los contendientes. Atenas, en efecto, perdió la guerra y aceptó una dura y humillante rendición. Hubo intentos en esos casi 30 años de alcanzar acuerdos de paz, que en realidad no pasaron de ser treguas temporales caracterizadas por el incumplimiento de lo pactado, las sospechas mutuas y la renovada decisión de proseguir los combates. No pocas veces fueron las decisiones y acciones de algunos aliados de menor peso las que dinamizaron la lucha y acrecentaron la desconfianza, en un proceso de avance hacia planos superiores de violencia que hoy denominamos escalada.
Tucídides es explícito al sostener, argumentándolo desde diversos ángulos, que “la causa más verdadera de la guerra” fue “que los atenienses, al acrecentar su poderío y provocar miedo a los lacedemonios (espartanos) les obligaron a entrar en guerra”. Más adelante enfatiza: “Los lacedemonios estuvieron de acuerdo… que la guerra era necesaria, no tanto convencidos por los argumentos de sus aliados como porque temían que los atenienses se engrandecieran aún más, al ver que la mayor parte de Grecia estaba ya en su poder”.
En su empeño por extraer de lo particular lecciones generales, el autor apunta en la obra que los tres motivos principales del comportamiento humano, y ello incluye las guerras, son “el honor, el temor y el interés”. Esta idea puede traducirse y englobarse, en lo que respecta a la guerra, en la ambición de poder, tanto de conquistarlo como, una vez poseído, preservarlo. De ser ello en efecto así, podemos vislumbrar con claridad que la guerra del Peloponeso fue una guerra preventiva, es decir, una guerra iniciada por Esparta en anticipación de las consecuencias futuras pero ya previsibles del continuo y según todas las apariencias irrefrenable aumento del poderío ateniense, que amenazaba con dislocar el escenario geopolítico imperante en detrimento de Esparta y sus aliados.
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Si bien toda guerra llega a su fin de un modo u otro y con resultados positivos o negativos para quienes la iniciaron, la historia sugiere que es más fácil comenzar una guerra que terminarla, y que sus efectos con frecuencia contrastan con lo que los diversos antagonistas imaginaban cuando estalló el conflicto. Tal es especialmente el caso con las guerras preventivas, que empiezan en medio de un análisis primordialmente conjetural, pleno de hipótesis que sólo la acción puede corroborar. La paradoja del asunto surge ya que no pocas veces, la acción contribuye a concretar lo que se deseaba evitar. En otras palabras, ir a la guerra ahora para evitar otra más severa más tarde puede ser una línea política válida, pero se requiere gran prudencia en la toma de decisiones.
Ese rumbo prudente, no obstante, es poco común, y si bien Tucídides deja claro que su obra es un intento de interpretar racionalmente el curso de los eventos, eso no significa que no entienda con plena lucidez que son factores irracionales los que buen número de veces, empujan las decisiones humanas y los consecuentes eventos hacia adelante. Su consejo, sabio y hondamente humano, es articulado en boca de los atenienses, y previo a la ruptura de hostilidades: “Meditad de antemano, antes de que ocurra, cuán grandes e incalculables son las alternativas de la guerra, porque ésta, prolongándose, suele las más de las veces exponerse a los golpes de la fortuna, y de ésta ambos (contrincantes) distamos por igual, y el peligro se resuelve sin que se sepa en qué sentido se decantará… Cuando los hombres se lanzan a la guerra se aplican primero a la acción, que es lo que deberían hacer en último lugar; y una vez que conocen la desgracia atienden ya a razones…”.
Tucídides era ateniense; sin embargo, su Historia es admirablemente imparcial. El autor no oculta que el creciente imperio ateniense era una “tiranía” ejercida sobre los Estados vasallos, y “sobre gentes que maquinan intrigas y permanecen sometidos contra su voluntad”, señalando que en el transcurso de las deliberaciones de los espartanos, antes de ir a la guerra, hubo voces que recomendaron la prudencia: “…no debemos –dice uno de ellos- dejarnos arrastrar por la esperanza de que la guerra concluirá en breve si devastamos su territorio. Temo, antes bien, que incluso se la vayamos a dejar a nuestros hijos”.
La obra de Tucídides es, entre otros aspectos, un estudio acerca del proceso de degeneración moral y política de las sociedades en medio de la guerra, y el autor considera en detalle cómo Atenas sufrió un fenómeno de deterioro ético, institucional, social y militar, envuelta en el torbellino de una guerra que, por desgracia y como el mismo Pericles lo aseveró en uno de sus discursos, fue percibida por muchos como ineludible: “hay que saber que la guerra es inevitable”, dijo el gran líder ateniense. ¿Pero lo era? No dudo que seguramente los que así lo pensaron entonces, de ambos bandos, lo creyeron de manera sincera, y en retrospectiva y repetidas veces lo ocurrido nos luce, a los que ahora juzgamos, “inevitable”. No obstante, un análisis más a fondo de los vericuetos históricos, con reiteración sugiere que “la fuerza de las cosas” no es siempre irresistible. En todo caso, una guerra que duró tres décadas tuvo sus fluctuaciones, así como encrucijadas que posibilitaron, al menos, pasajeras treguas para la negociación de un arreglo de cese de las hostilidades. Que ello no logró concretarse se debió al rumbo de escalada incesante de las hostilidades, y al descenso de los enfrentamientos a un plano de ferocidad del que resultaba cada vez más difícil retroceder. El aumento de los costos humanos y materiales, paradójicamente, acrecienta la necesidad política y ética de justificarlos.
Durante los años de guerra Atenas experimentó una peste, que asoló a la ciudad y diezmó a sus habitantes. En un acto de temeridad se llevó a cabo una masiva expedición a la isla de Sicilia, que acabó en tragedia para los atenienses. En el transcurso de estos y otros sucesos, enfrentados a desafíos provenientes de potenciales adversarios o de aliados insumisos o dubitativos, los atenienses plantearon el camino de una atroz retaliación, que en una instancia, la de la ciudad de Melos –que pretendía permanecer neutral en el conflicto- acabó de esta forma: “dieron muerte a todos los melios en edad adulta, redujeron a esclavitud a los niños y mujeres; y en cuanto al territorio, lo ocuparon ellos mismos, enviando más tarde… colonos”. La escalada de la violencia expuesta a lo largo de la obra, es mostrada por Tucídides como el producto de su descarnada visión sobre la naturaleza humana, y el “principio”, que en sus palabras “desde siempre está instituido”, según el cual “el más débil sea sometido por quien es más poderoso”. No se le escapa a Tucídides que al mismo tiempo, “son dignos de elogio quienes, al dominar a otros según la naturaleza humana, se comportan con mayor justicia de lo que corresponde a las fuerzas que tienen”. Esta aparente atenuación del despiadado “principio” es, como debe resultar obvio, no más que una opción, esbozada por Tucídides, padre del realismo político, como el posible gesto de benevolencia de quienes se sienten seguros de su poderío.
La guerra del Peloponeso tuvo consecuencias inesperadas para los que la llevaron a cabo. Ambos contrincantes quedaron exhaustos y sus sociedades pronto decayeron. Primero Tebas en unas décadas, y luego Macedonia y Roma, se apropiaron de los despojos de la gran civilización griega clásica, que había agotado su vitalidad durante 30 años de combates. El proceso de escalada se había hecho, a ojos de los contendientes, indetenible, y Tucídides apunta hacia “ese sentimiento del honor, que las más de las veces arruina a los hombres en momentos de peligro manifiestos y vergonzosos”, como posiblemente la fuerza dinamizadora más importante de este tipo de conflictos.
Para quienes leen estas notas, será fácil aplicar las consideraciones de Tucídides a nuestras actuales realidades internacionales, de modo singular a las tensiones que hoy en día se manifiestan entre Estados Unidos, Irán, y otros actores políticos, en torno al balance de poder en el Medio Oriente. De nuevo, la lucha entre la prudencia, el arrojo, la cautela y la ambición se hacen presentes, y de nuevo podemos percatarnos de que la inevitabilidad de la historia sólo parece irrefutable en retrospectiva.
(Tucídides: Historia de la guerra del Peloponeso, Madrid: Alianza Editorial, 1989. Esta edición en español es excelente).