Ysrrael Camero (ALN).- El acuerdo firmado entre Pedro Sánchez, presidente en funciones, como secretario general del PSOE, y Pablo Iglesias, como líder de Unidas Podemos, no ha logrado proyectarse más allá de las fronteras de sus propias organizaciones, mucho menos adquirir ese carácter transversal que necesitaría para conseguir un gobierno estable. ¿Podrá España escapar al dilema del prisionero?
El acuerdo firmado entre Pedro Sánchez, presidente en funciones, como secretario general del PSOE, y Pablo Iglesias, como líder de Unidas Podemos, no ha logrado proyectarse más allá de las fronteras de sus propias organizaciones, mucho menos adquirir ese carácter transversal que necesitaría para conseguir un gobierno estable.
Incluso su anuncio ha levantado críticas públicas desde dentro del PSOE y del entorno del universo podemita, sin llegar a convertirse en un estímulo suficiente para concretar la imprescindible abstención de ERC para lograr la investidura de Pedro Sánchez como presidente en una segunda votación.
Efectivamente, el Congreso es producto de la voluntad de los españoles expresada en las urnas y contada con las reglas electorales convenidas previamente. Los españoles votaron pluralidad en un escenario crispado, obligando a los diputados a negociar para llegar a acuerdos, aunque esto pueda molestar a los militantes más apasionados de cada bloque. Y aunque la política real es hija de la necesidad, no de nuestros sueños… los soñadores también votan.
En este Congreso ningún partido tiene mayoría absoluta para gobernar, pero tampoco tienen los bloques políticos los suficientes escaños para formar un gobierno efectivo sin incorporar a diputados que no pertenecen a la propia tribu. Difícil dilema en que se encuentran sumidos los decisores.
Dos posibilidades se han abierto luego del 10 de noviembre. La firma del acuerdo Sánchez-Iglesias apela a la idea de construir un gobierno progresista alrededor de una coalición de izquierdas, a la portuguesa. Pero los 120 diputados del PSOE y los 35 de Unidas Podemos se encuentran lejos de los 176 necesarios para la mayoría. Ni siquiera sumando los diputados de Más País, del PNV, Bildu, BNG, o del PRC son suficientes.
Esta opción no es posible sin contar con la colaboración, bien del independentismo catalán o bien del Partido Popular. No es necesario que dicha colaboración implique el voto afirmativo a Pedro Sánchez, basta con su abstención en una segunda votación para que la coalición progresista tenga la mayoría mínima de los presentes y se constituya un gobierno efectivo.
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Las negociaciones con Esquerra Republicana de Catalunya han resultado infructuosas. Más allá de los gestos conciliadores del portavoz Gabriel Rufián, los resultados electorales en Cataluña elevaron los costos de la colaboración de ERC con Madrid. La radicalización del electorado independentista, en un clima muy polarizado, se expresa en los dos escaños que alcanzó la CUP, y le mete presión a cada diputado del independentismo que facilite la investidura del presidente español. El maximalismo radical enfilaría furiosos ataques contra aquellos que se atrevieran a apoyar a un partido que aprobó la aplicación del 155 en Cataluña y que mantiene en presidio a los dirigentes catalanes.
El apoyo del Partido Popular también luce como una posibilidad lejana. El crecimiento de Vox es una amenaza contra los populares que emerge desde los sectores más tradicionalistas de su propia tribu. Cualquier amago de colaboración de Pasado Casado para con la investidura de una coalición Sánchez-Iglesias sería viralmente atacado como una traición al alma conservadora de la derecha española. Pablo Casado parece encontrarse atrapado entre disputar el espacio de las derechas con Vox o conservar su penetración en el centro del espectro político español que le permitió recuperar 23 diputados en noviembre.
Ante el tamaño de las dificultades que enfrenta la opción de un gobierno progresista, que tenga como eje una coalición PSOE-UP, se abre la ilusión de una alternativa: la conformación de una gran coalición entre el Partido Popular, el PSOE y los restos de Ciudadanos, que sumaría 219 diputados. Más que suficiente para conformar gobierno.
Efectivamente, esta opción se sostiene sobre poderosas razones.
Primero, le evitaría al próximo gobierno depender de los votos de los nacionalistas para enfrentar la problemática territorial que se presente acuciante en el corto y mediano plazo.
En segundo lugar, alejaría del ejercicio del poder a los sectores más radicales vinculados a Unidas Podemos, que encienden las alarmas de inversionistas, empresarios, accionistas de grandes empresas y detentadores de capital. Sería la opción más centrista y conservadora.
Pero, esta posibilidad enfrenta importantes obstáculos a corto plazo, y un gran riesgo a mediano y largo plazo para todo el sistema democrático español. En el corto plazo un giro de estas características pondría en dificultades toda la narrativa que ha acompañado la emergencia del liderazgo de Pedro Sánchez dentro del PSOE y en el seno de las izquierdas españolas. Debilitaría la posición de los socialistas dentro del bloque de las izquierdas, contribuyendo a desdibujar su perfil y facilitando el crecimiento de opciones más radicales en un clima económico incierto.
El costo para Pablo Casado y para el Partido Popular de sumarse a esta jugada también podría ser alto. Facilitaría esta opción el crecimiento de Vox en el espacio de las derechas, acusando de traidores a los populares por pactar con los socialistas.
A mediano y largo plazo la jugada podría ser incluso más riesgosa para el sistema. El paso de un sistema bipartidista a uno multipartidista en España, la caída de los votos del PP y del PSOE, se encuentra vinculado a la pérdida de confianza en el liderazgo de los “partidos tradicionales” y al desdibujo de las fronteras políticas e ideológicas entre socialistas y populares.
La creación de un campo político dividido entre “los partidos tradicionales” y los “emergentes regeneradores” es el caldo de cultivo que hace posible la aparición de las opciones populistas más poderosas. Una coalición PP-PSOE daría argumentos a quienes sostuvieron, y sostienen, que ambos partidos son lo mismo.
El sostenimiento de la democracia requiere la existencia de partidos sistémicos pero alternativos, que representen opciones distinguibles de política. El experimento de la gran coalición alemana, entre el SPD y los democristianos de Angela Merkel, ha debilitado políticamente a los socialdemócratas, desdibujándolos frente a un electorado progresista que se siente huérfano de opciones.
En el sur de Europa, en medio de una crisis económica, la decisión del Pasok griego de entrar en coalición con Nueva Democracia, fue el preludio de la desaparición de los socialdemócratas griegos, y de la irrupción de Syriza y Alexis Tsipras como una alternativa de ruptura dentro del sistema democrático.
A corto plazo podría facilitar una investidura, pero no necesariamente garantizaría un gobierno estable y prolongado, porque hay divergencias en políticas y en lecturas de la realidad española entre el PP y el PSOE que no son fáciles de compatibilizar. A mediano y largo plazo una gran coalición en el centro podría facilitar el crecimiento de los extremos.
Queda una última opción, que nadie quiere, pero emerge como un espectro fantasmal cada vez más presente. La realización de unas nuevas elecciones ante la incapacidad de llegar a acuerdos en la presente situación. Es la opción que (casi) nadie quiere. Unas nuevas elecciones generales debilitarían a todos los grandes actores, mermarían los votos de socialistas y podemitas, pero también de populares, e implicarían la desaparición final de Ciudadanos. Sólo una organización podría sumar apoyos y escaños en esa situación: los radicales tradicionalistas de Vox, engulléndose voto a voto el electorado de los populares. Y este dato Pablo Casado lo sabe.
¿Podrá España escapar al dilema del prisionero? La opción de cooperar siempre parece la mejor alternativa. Estamos en manos de los decisores, y de sus asesores.