Rogelio Núñez (ALN).- En Venezuela y Nicaragua sobreviven dos gobiernos de la anterior oleada autoritaria, la correspondiente al “socialismo del siglo XXI”. Pero ahora está llegando la segunda oleada autoritaria a América Latina. Dos ejemplos de apelaciones a la antipolítica y el rechazo del parlamentarismo son Jair Bolsonaro en Brasil y Nayib Bukele en El Salvador. Pero también hay casos en Chile, Perú, Uruguay, Honduras, Guatemala y Haití.
En 2007 la politóloga Flavia Freidenberg escribió La tentación populista, donde narraba cómo, cíclicamente, desde los años 30, América Latina se deja arrastrar por los cantos de sirena del populismo. Paralela a esa tentación populista existe otra: la tentación autoritaria.
Y más ahora cuando las democracias están dando señales de ineficacia para resolver los problemas cotidianos y más urgentes de la población. La crisis de la democracia es un fenómeno a escala mundial y occidental y también tiene lugar en América Latina. El final de la bonanza económica (2003-2013) ha acelerado un proceso, que arranca en los 90, de desafección hacia los partidos políticos y sentimiento de frustración ante unas administraciones públicas que no impulsan políticas eficientes en salud, educación y seguridad ciudadana.
El catedrático de la Universidad de Salamanca, Manuel Alcántara, apunta en la revista Derecho Electoral que “el nuevo ciclo postsocialismo del siglo XXI muestra inequívocos síntomas de fatiga que afectan a la política de los países de América Latina. Indicios que pueden encontrarse en democracias de otras latitudes y que en su mayoría no representan una originalidad latinoamericana. Se trata del malestar que impera en las sociedades y la crisis que afecta a las instituciones representativas. Sendos factores pudieran ser los ejes definitorios del nuevo ciclo político”.
Del autoritarismo bolivariano…
Todo ello ha creado un caldo de cultivo para la emergencia de figuras de claro corte autoritario. Un fenómeno, el del reverdecimiento de los autoritarismos en detrimento de las democracias, que tuvo un primer capítulo en la región cuando esta se vio poblada por los “socialismos del siglo XXI” (1999-2013) que impulsaron reformas constitucionales que avalaban el reeleccionismo o concentraban el poder en manos de un mandatario-caudillo. Hugo Chávez fue, en Venezuela, la avanzadilla que luego copiaron, o modelaron a su propio contexto, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia y Daniel Ortega en Nicaragua.
Así construye Jair Bolsonaro su partido político y proyecto releccionista
Chávez conquistó la presidencia en 1998 alzando la bandera de la lucha contra la corrupción y prometiendo cambiar el modelo en el que se sustentaba Venezuela: el clientelismo político, basado en los ingresos petroleros, y la monodependencia económica con respecto a la exportación de hidrocarburos. El régimen bolivariano, amparado en el auge de los precios de las materias primas desde 2003, no sólo no cumplió con estas promesas, sino que profundizó la dependencia con respecto al petróleo (que representa más del 90% de las exportaciones), las políticas clientelares (las famosas misiones) y añadió nuevos componentes (el autoritarismo, el “guerracivilismo” y el revanchismo social) a un cóctel que con el tiempo se ha demostrado explosivo. Ya en 2013, cuando falleció Hugo Chávez, Venezuela albergaba los gérmenes de su actual crisis institucional, política y socioeconómica que el gobierno de Nicolás Maduro ha contribuido a profundizar.
La época de la convivencia política, propia de la IV República (1959-1999), dio paso a la polarización y al enfrentamiento al dividir el país en bolivarianos y “pitiyanquis”, en lenguaje chavista. La politóloga Margarita López Maya recordaba en el diario El País en 2017 que si “la atmósfera política de fines del siglo XX fue convulsionada, la de los primeros años del Gobierno de Chávez exacerbó aún más las tensiones… La polarización continúa deteriorando la convivencia pacífica y la calidad de la vida cotidiana… El discurso presidencial descalifica a los adversarios políticos: ‘Escuálidos’, ‘puntofijistas’ y ‘vendepatrias’ son algunos de los calificativos que se les endilga”.
En Venezuela y Nicaragua sobreviven dos gobiernos de la anterior oleada autoritaria, la correspondiente al “socialismo del siglo XXI”. Tras desmoronarse los regímenes de Rafael Correa en Ecuador y de Evo Morales en Bolivia, los supervivientes de aquella marea ya son sólo Nicolás Maduro en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua.
…a la nueva oleada autoritaria
Ahora está llegando la segunda oleada autoritaria a América Latina: los nuevos caudillos, que abominan del “socialismo del siglo XXI” que se encuentra en retirada y en crisis, repiten sus modos y maneras. Y, en especial, su tendencia al autoritarismo, a despreciar la pluralidad de opiniones y los códigos escritos y no escritos del sistema liberal-democrático. Estos nuevos líderes se aprovechan de “la fatiga democrática” que afecta a las sociedades mundiales como los caudillos de hace 20 años se aprovecharon del deterioro de la confianza en los sistemas tras la Media Década Perdida (1997-2002).
En un fenómeno que trae a la actualidad a la teoría de Max Weber, quien afirmaba que cuando las sociedades entran en crisis se forja una relación carismática. La comunidad tiende a buscar soluciones en un individuo que es capaz de proveerlas y no las vías institucionales. Y en ese contexto es donde emergen dos ejemplos de apelaciones a la antipolítica y rechazo del parlamentarismo: Jair Bolsonaro en Brasil y el de Nayib Bukele en El Salvador. Su ideal es una relación directa, anti-institucionalizada (basada en un diálogo “horizontal” y sin intermediarios entre líderes y pueblo) con los ciudadanos, con los cuales se relacionan a través de las redes sociales y que sienten que poseen una vía directa de comunicación con el mandatario, el cual, aparentemente, no sólo les escucha sino que atiende sus reclamaciones y las canaliza.
Sin embargo, como recuerda en el diario El Tiempo, Eduardo Posada Carbó, un ensayo reciente de Silvio Waisbord y Adriana Amado (profesores universitarios, expertos en comunicación) sobre el Gobierno del Twitter demuestra que los presidentes populistas no han “utilizado Twitter para democratizar el diálogo social. Por el contrario, según las conclusiones de Waisbord y Amado, no sólo (el uso del Twitter) ha reforzado patrones tradicionales de comunicación, sino que ha exacerbado la polarización e intoxicado el debate público. Es errado culpar al medio y liberar de responsabilidades al mensajero. Pero importa registrar el enorme impacto del Twitter en el debate público y sus serias consecuencias para la democracia”.
Los mensajes antidemocráticos y antiliberales han tenido como punto de mira a los desprestigiados Congresos. Bukele permitiendo la entrada de soldados en el recinto parlamentario y lanzando acusaciones. Y Bolsonaro, pocos días después, ha seguido el camino abierto por Bukele: ha respaldado un acto convocado para reclamar el cierre del Congreso y del Supremo Tribunal Federal (STF). El mandatario utilizó su cuenta en WhatsApp para invitar a sumarse al acto organizado bajo la consigna ‘Brasil es nuestro, no de los políticos de siempre’. Incluso el ministro de Seguridad Institucional, el general Augusto Heleno, considerado como moderado, ha acusado al Parlamento de “chantaje” al Ejecutivo en las negociaciones del presupuesto 2020.
El mensaje difundido por Bolsonaro apoya esta jornada nacional de protestas convocada por 12 grupos de las derechas como el Movimiento Brasil Conservador y el Movimiento Integralista. Quizá su objetivo, como el de Bukele, sólo es desprestigiar al Congreso para legitimarse él y conseguir una fuerte representación bolsonarista en las elecciones legislativas de octubre.
Los nuevos caudillos, que abominan del “socialismo del siglo XXI” que se encuentra en retirada y en crisis, repiten sus modos y maneras. Y, en especial, su tendencia al autoritarismo, a despreciar la pluralidad de opiniones y los códigos escritos y no escritos del sistema liberal-democrático.
Pero como señala Maria Hermínia Tavares en O Estado de Sao Paulo “el juego del presidente es inequívocamente doble: aparenta acatar las reglas democráticas, pero estimula a todos aquellos a los que les gustaría abolirlas… una miríada de entidades que forman la sociedad civil organizada (pueden) neutralizar las pulsiones autoritarias del bolsonarismo. Lo que no se puede, definitivamente, es negar que existan, que se anidan en el poder y cuentan con el apoyo de una parte considerable de la población”.
Bukele, con los ojos puestos en las elecciones legislativas de 2021, mantiene su pulso con el Congreso. Como ha quedado en evidencia no busca tanto cerrar la institución sino mantener con ella un pulso para deslegitimar a los partidos tradicionales y de esa forma elevar sus opciones y las de su partido, Nuevas Ideas, a fin de conquistar la mayoría en la Asamblea que nazca en 2021.
Tras el choque de comienzos de febrero (el mandatario irrumpió, acompañado de soldados y policías armados, al salón de sesiones para presionar a los legisladores por un préstamo de 109 millones de dólares para financiar sus planes de seguridad), el presidente Nayib Bukele ha advertido ahora que vetará la denominada Legislación Especial de Justicia Transicional, Reparación y Reconciliación al considerarla como una “ley de amnistía que pretende proteger criminales de guerra”.
Esta estrategia no sólo le conviene sino que enlaza con los anhelos de la población. Cuatro de cada cinco salvadoreños respaldan que Bukele ingresara el pasado 9 de febrero a la Asamblea Legislativa rodeado de militares y policías armados. Las encuestas reflejan que la frustración y rechazo de la ciudadanía hacia los partidos Arena (derecha) y FMLN (izquierda) avala, acríticamente, lo que emprenda el mandatario entre la población.
Los otros autoritarismos en emergencia
Pero Bukele y Bolsonaro son sólo la punta de iceberg.
En Chile, en las presidenciales de 2017, José Antonio Kast mandó la primera señal de esta tendencia hacia el autoritarismo: levantó en el país la bandera de la derecha más cercana al pinochetismo y alcanzó casi el 8% de los votos. Luego procedió a la creación de su partido, el Republicano; ahora trata de liderar y capitalizar el voto del “No” en el plebiscito del 26 de abril sobre la reforma constitucional como trampolín de cara a las presidenciales de 2021.
En Perú las elecciones legislativas de febrero dejaron a un partido situado en la derecha extrema, Podemos Perú, como uno de los más votados y a su líder (Daniel Urresti, exministro del Interior de Ollanta Humala) posicionado como uno de los favoritos para las presidenciales de 2021. Urresti tiene carisma, se maneja muy bien en los medios, posee un lenguaje sencillo que llega a la gente y su ámbito de gestión está vinculado con la seguridad, lo que unido a su propuesta de “mano dura” le conecta con la población. De hecho, Urresti y el exjefe de Gabinete de Martín Vizcarra, Salvador del Solar, lideran con un 11% la más reciente encuesta de Ipsos Perú, para el diario El Comercio, sobre favoritismo de cara a unas posibles elecciones.
Urresti salió muy fortalecido ya que reunió 553.528 votos, el más votado muy lejos del segundo, Alberto de Belaúnde, que quedó con 258.75. Su partido, Podemos Perú, obtuvo la segunda mayor votación en las últimas elecciones legislativas con 1.240.716 sufragios, el 8,38% del total. La votación alcanzada en los comicios le permite a Podemos Perú contar con 11 representantes en el Congreso.
El académico Luis Pasara comentó al diario La República que el voto por Podemos Perú expresa una vieja tendencia autoritaria y radical, arraigada en el país, que en unas ocasiones oscila “hacia la izquierda y en otras a la derecha. Es una tendencia que expresa la creencia en que ‘este país se arregla con mano dura’ y a sus votantes no les importa que una de esas figuras esté condenada por rebelión y la otra esté pendiente de juicio por haber ordenado matar a un periodista. Por lo demás, actualmente, esta propensión no sólo se da en el Perú”.
Otro caso de posible autoritarismo en ascenso es el de Cabildo Abierto en Uruguay. Esta fuerza está liderada por Guido Manini Ríos, exjefe del Ejército expulsado de su cargo por el gobierno frenteamplista. Tras obtener un 11% del apoyo en la primera vuelta y 11 diputados se convirtió en un actor fundamental para la segunda vuelta al conformarse una gran coalición contra el oficialista Frente Amplio y que llevó a la presidencia a Luis Lacalle Pou. Esta coalición antifrenteamplista agrupaba al Partido de la Gente, el Partido Ecologista Radical Intransigente (PERI) y Cabildo Abierto junto con las dos grandes fuerzas históricas: el Partido Nacional, el Partido Colorado y el Partido Independiente.
Se califica a Manini Ríos como el “Bolsonaro” uruguayo aunque, en modos y maneras, no tiene nada que ver con el populismo del presidente brasileño. De hecho, Manini Ríos define a Cabildo Abierto como “artiguista” y niega que represente a la “extrema derecha”, al “fascismo” o al “nazismo”: “Cabildo Abierto no es la extrema derecha, no es fascismo, no es nazismo, Cabildo Abierto es artiguismo, es sentimiento de solidaridad con la gente más frágil. Creemos que ahí está la fortaleza nuestra y bueno. Y basta ver nuestra base de votantes para saber a quién representa Cabildo Abierto”.
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El “autoritarismo” de Manini es muy peculiar, “es a la uruguaya”. Incluso, el haber entrado en el gobierno y tener que compartir gabinete con fuerzas de centro como los colocarados y hasta de centroizquierda diluye las aristas más marcadas de Cabildo Abierto. Una fuerza que se aleja de partidos a los que se califica habitualmente como de ultraderecha, como en el caso de Vox. Algo que se encarga de subrayar el propio Manini Ríos: “Alguien ha dicho por ahí que CA es como Vox en España. Entonces ya nos ponen la misma etiqueta. Y no tenemos nada que ver, podrá haber alguna cosa que coincida, pero en la mayoría seguramente no coincidimos”.
En Centroamérica lo que predomina es la nueva generación de autoritarismos regionales: el más claro es el de Juan Orlando Hernández en Honduras, quien forzó la Constitución para reelegirse en 2017 y lo logró tras unos polémicos comicios. Además, en la agenda reformista del nuevo mandatario de Guatemala, Alejandro Giammattei, tienen cabida postulados de talante autoritario: sobre todo en lo que corresponde a la apelación a la mano dura contra la inseguridad. Se ha hecho famoso por querer declarar terroristas a las maras y por perseguir, hasta personalmente, a quienes cometan delitos: “Díganme dónde están -los delincuentes-, yo mismo los vengo a agarrar del buche. Para aquellos que me han amenazado les quiero decir que no me preocupa, una señora me dijo: Dios está con usted”.
Finalmente, se encuentra el caso haitiano, donde el presidente Jovenel Moise no sólo gobierna sin Congreso, al no haberse podido celebrar las elecciones legislativas en 2019, y por decreto, sino que aboga por una reforma constitucional que le otorgue más poder: “Hice campaña hablando de enmendar la Constitución de 1987. Pasé 22 meses hablando de esto. Y sin embargo, hoy ya no estoy hablando de una enmienda. Estoy hablando de una revisión constitucional, porque el país es ingobernable con esta Constitución. Y cuando hablo de revisión constitucional -quiero que quede claro en la mente de todos- no es para el presidente Jovenel, es el próximo presidente quien se beneficiará de esta revisión constitucional”.