Aníbal Romero (ALN).- 1) ¿Qué es para una gran potencia un interés vital? 2) ¿Es la Venezuela de hoy un interés vital para Washington? 3) ¿Cuáles son las implicaciones de las respuestas que articularé para la lucha por la liberación de Venezuela?
El propósito de estas notas es contribuir a esclarecer el marco geopolítico de la crisis venezolana. Indagaré el tema con referencia a la actual estrategia de seguridad nacional de los Estados Unidos, y abordaré tres interrogantes: 1) ¿Qué es para una gran potencia un interés vital? 2) ¿Es la Venezuela de hoy un interés vital para Washington? 3) ¿Cuáles son las implicaciones de las respuestas que articularé para la lucha por la liberación de Venezuela?
¿Qué es un interés vital?
Desde la perspectiva de una gran potencia y en términos generales, un interés vital es aquél por cuya defensa se está dispuesto a ir a la guerra “en caliente”. Al respecto caben varias precisiones. La primera es que la defensa de un interés vital no siempre requiere una guerra “en caliente”, sino que puede también lograrse mediante la disuasión y el bluff, es decir, mediante una amenaza de guerra “en caliente” que resulte creíble al adversario. Por ejemplo, durante la Guerra Fría (1946-1991), impedir una invasión soviética a Europa Occidental fue un interés vital para Estados Unidos y sus aliados de la OTAN. Esta invasión nunca se produjo y quedó sin respuesta la pregunta: ¿Habría estado de veras dispuesto Washington a arriesgar una guerra nuclear, si los soviéticos se aventuraban a atacar? Dicho de otra manera: ¿Estaban los diversos Presidentes norteamericanos de ese tiempo realmente dispuestos a sacrificar Nueva York, Los Ángeles, Chicago y Miami, entre otras ciudades de millones de habitantes, para defender Múnich, Roma, París y Londres? Es posible, pero no podemos estar seguros de ello. Lo cierto es que la disuasión y el bluff funcionaron.
Cuando Trump y sus asesores afirman que “todas las opciones están sobre la mesa” con relación a Venezuela no mienten, sólo que por ahora una intervención militar en nuestro país es poco probable. Las razones son evidentes: por una parte, Washington está aplicando a nuestro caso la política general de Trump, centrada en dar prioridad, en primera instancia, a mecanismos de presión distintos a la guerra “en caliente” para lograr los propósitos estratégicos.
En segundo lugar, los intereses vitales de una gran potencia evolucionan, son dinámicos y no estáticos. Durante la crisis de Cuba en 1962 quedó claro que Washington considera un interés vital impedir la instalación de armas ofensivas de destrucción masiva en el hemisferio occidental. Ese principio continúa vigente y tanto Rusia como China, y por supuesto los comunistas cubanos, lo tienen muy en mente con relación a lo que les resulta prudente hacer o dejar de hacer en Venezuela. Por otra parte, el reordenamiento de prioridades posterior a la Guerra Fría generó en algunos casos -entre ellos Venezuela- una peligrosa debilidad y severa miopía en Washington, lo que hizo posible que Cuba, Rusia y China se implantasen nuestro país.
En tercer lugar, para una gran potencia como Estados Unidos la definición de un interés vital está formada por sus experiencias históricas, así como por lo que en cada circunstancia específica el electorado democrático se encuentra preparado a respaldar. En otras palabras, los intereses vitales, que exigen que se asuma el riesgo y quizás también (si no funcionan la disuasión y el bluff) los costos en vidas de una guerra “en caliente”, se estructuran de acuerdo con dinámicas distintas, según se trate de países autoritarios y centralizados como China y Rusia o de contextos democráticos, a la manera de los Estados Unidos.
En este orden de ideas, las experiencias de las guerras de Irak y Afganistán han sembrado un profundo escepticismo, entre la población estadounidense, hacia todo lo que tenga que ver con guerras “en caliente”. Los norteamericanos son hoy muy reacios a sustentar intervenciones destinadas a cambiar regímenes y promover democracias en países que sufren graves crisis internas, y cuyas instituciones, sociedades y economías muestran palpables signos de desmantelamiento y colapso, a raíz del impacto de gobiernos corruptos y depredadores como el venezolano.
Los ataques terroristas de 2001 a las Torres Gemelas impactaron también la definición post-Guerra Fría de los intereses vitales de seguridad nacional de Washington, y la llamada “guerra contra el terror” concentró por años la atención de los decisores estadounidenses. Las guerras en Irak y Afganistán respondieron a esa nueva concepción, y si bien no puedo analizarlas ahora, dichas intervenciones fueron muy costosas en términos de vidas y empeños financieros, y han dejado en el electorado norteamericano una extendida sensación de futilidad política, nutriendo el escepticismo y la cautela en el americano medio.
El legado de estas frustraciones, repito, es que los estadounidenses miran con desagrado y renuencia cualquier iniciativa de esa índole, y no desean brindar su apoyo a acciones militares en Asia, el Medio Oriente, África y América Latina, a menos que: a) tengan objetivos políticos precisos, que afecten directamente la seguridad nacional de los Estados Unidos; b) sean limitadas en tiempo y espacio; c) no exijan grandes inversiones y costos; y d) cuenten en lo posible con el respaldo efectivo y no sólo retórico de aliados igualmente perjudicados por la contaminación del foco infeccioso. El electorado americano, con razón, no quiere sacrificar las vidas de sus soldados en combate, a menos que los objetivos lo ameriten y sus dirigentes los persuadan de que es así.
Todas estas consideraciones, si bien no impiden a un Presidente de los Estados Unidos intervenir militarmente cuando su criterio se lo señala, imponen obstáculos a su libertad de acción. No entender esto equivale a evasión y autoengaño.
¿Hasta dónde es factible una intervención militar de EEUU en Venezuela?
¿Es Venezuela, hoy, un interés vital para Washington?
Una respuesta adecuada requiere ubicar el caso venezolano en el marco del reacomodo estratégico global, iniciado por Washington a partir del momento en que Donald Trump asumió la Presidencia. Este reacomodo tiene un objetivo general y está siendo adelantado mediante dos políticas fundamentales. El objetivo general es detener y en todo lo posible revertir la erosión de la posición geopolítica de Estados Unidos en el mundo, erosión que se intensificó a partir de la “guerra contra el terror” y sus enormes costos en el Medio Oriente, y que se acentuó durante los tiempos de Barack Obama a raíz de su postura desconcertante y apaciguadora, postura que le llevó, entre otros desatinos, a hacer las paces con los comunistas cubanos. Ni republicanos ni demócratas pueden eximirse de responsabilidades.
La estrategia de Trump, dirigida a reafirmar el poder de los Estados Unidos, tiene dos componentes principales: Por un lado, Trump entiende que el poderío norteamericano tiene una base primordial de índole económico-financiera. Por ello ha dado inicio a un extraordinario fortalecimiento de esa base, obligando a China, por primera vez en muchos años, a enfrentar a un rival decidido a impedir que los despiadados comunistas que controlan ese país con mano de hierro continúen aprovechándose de la tolerancia y miopía mostradas a lo largo de tres décadas. Esas errores de parte de tantos presuntos expertos y decisores en Washington, permitieron a los implacables dirigentes chinos tomar por asalto las fuentes tecnológicas estadounidenses, violar prácticamente a su antojo las normas del comercio internacional o aprovecharse de ellas indebidamente, y recibir los beneficios de la fatal desindustrialización de grandes espacios de la geografía norteamericana, bajo la mirada complaciente de unos “globalizadores” que jamás comprendieron las consecuencias de su frivolidad.
Por otra parte, cualquiera que estudie la política interna en Estados Unidos sabe que el electorado norteamericano les cobraría muy caro a sus dirigentes, con Trump a la cabeza, una intervención costosa en vidas y recursos ante una situación que no es percibida, todavía, como un problema que requiere ese tipo de medidas extremas.
Por otro lado, Trump está tratando de llevar a cabo este proceso de reacomodo geopolítico sin recurrir, en lo posible, a la guerra “en caliente” como instrumento político, evitando de ese modo incurrir en los errores del pasado. En Vietnam, Irak, Afganistán y tantos otros sitios, Washington sacrificó miles de combatientes e incontables sumas de dólares, abriendo hondos agujeros en sus presupuestos, mientras sus adversarios, en particular China, concentraban sus esfuerzos en avanzar económicamente, sin malgastar recursos en conflictos estériles y sin beneficio político alguno.
Lo dicho no implica que Trump esté descuidando el arsenal y la preparación de las tropas americanas para la guerra; al contrario, el presupuesto del Pentágono sigue creciendo en todas las ramas del despliegue de fuerzas, pero los objetivos políticos están ahora definidos según una concepción más restringida y focalizada de los intereses vitales de los Estados Unidos. Esto se constata si hacemos una somera revisión de las respuestas de Trump ante los conflictos existentes y potenciales en Europa, Asia, el Medio Oriente y América Latina, incluyendo el caso venezolano. Trump está procurando actuar a través de la disuasión y el bluff, dejando sumida en incógnitas la amenaza de pasar al plano de una “guerra caliente” si las circunstancias no dejan otro camino.
Ahora bien: ¿Es Venezuela, hoy, un interés vital de seguridad nacional para Washington? He cavilado mucho al respecto y lo que puedo aseverar responsablemente es esto: Venezuela no está incluida en el rango de amenazas que representan, por ejemplo, Corea del Norte e Irán, pero la agudización de la crisis en nuestro país ha suscitado un cambio de percepciones entre los decisores estadounidenses, quienes están llevando a cabo un palpable y rápido ajuste en la correlación de fuerzas en contra del régimen usurpador.
Cuando Trump y sus asesores afirman que “todas las opciones están sobre la mesa” con relación a Venezuela no mienten, sólo que por ahora una intervención militar en nuestro país es poco probable. Las razones son evidentes: por una parte, Washington está aplicando a nuestro caso la política general de Trump, centrada en dar prioridad, en primera instancia, a mecanismos de presión distintos a la guerra “en caliente” para lograr los propósitos estratégicos. Por otra parte, cualquiera que estudie la política interna en Estados Unidos sabe que el electorado norteamericano les cobraría muy caro a sus dirigentes, con Trump a la cabeza, una intervención costosa en vidas y recursos ante una situación que no es percibida, todavía, como un problema que requiere ese tipo de medidas extremas.
En un artículo anterior, publicado en ALnavío el pasado 13 de marzo, esbocé algunos de los escenarios posibles de una acción militar de Washington en Venezuela, indicando que la misma, en caso de producirse, tendría seguramente un carácter limitado y “quirúrgico” y no la naturaleza masiva que vimos en Irak o Afganistán. Pero por ahora los Estados Unidos seguirán insistiendo en las vías diplomáticas y de presión económica, las cuales han tenido graves efectos sobre el régimen usurpador, aunque no hayan llegado aún a derribarle. Sería un error gravísimo para los venezolanos democráticos subestimar el extraordinario esfuerzo que viene llevando a cabo Washington a nuestro favor. No reconocer los efectos que ha producido la política de Trump ante nuestra crisis sería, además de desatinado, un craso ejemplo de torpe ingratitud.
¿Qué hacer?
Tal vez las reflexiones expuestas decepcionen a algunos lectores, pero el deber de honestidad intelectual me obliga a decir lo que de veras pienso. Lo hago con estas calificaciones: Primero, los comunistas cubanos no son invencibles ni más inteligentes que el resto de los mortales. Así lo atestiguan sus numerosos fiascos y fracasos en África y América Latina a lo largo de los años. Washington les está acosando cada día con mayor intensidad, y ello repercute sobre el régimen usurpador en Venezuela. Segundo, en sólo cuatro meses, desde enero de este año y hasta hoy, la correlación de fuerzas con respecto a la crisis venezolana ha cambiado muy favorablemente para las fuerzas democráticas, y el régimen exhibe patentes síntomas de decadencia. Tercero, los reveses tácticos experimentados por la oposición no llegan a significar ni de lejos una derrota estratégica. Los vaivenes en esta guerra de desgaste son inevitables.
Si bien me cuido de no pontificar acerca de lo que, supuestamente, debe o no debe hacer la oposición venezolana, la que está sobre el terreno de lucha, no dejaré de manifestar que a mi modo de ver la acción debe basarse sobre una evaluación realista de las condiciones geopolíticas en las que existimos. En tal sentido, debemos tener presentes las limitaciones que coartan la libertad de acción de los países latinoamericanos y europeos, que apoyan la causa democrática venezolana pero que lamentablemente nunca han estado dispuestos, y difícilmente lo estarán, a formar parte de iniciativas militares concretas, así estén respaldadas por la ONU y la OEA (cosa que mucho dificulto), para ponerle fin a la tragedia que vive nuestro país. Más bien esos países, que incluyen a Brasil y Colombia, no cesan de insistir acerca de su rechazo a las opciones militares, sin reparar en que con ello contribuyen a restar credibilidad a la amenaza del uso de la fuerza, que es el pilar clave de una estrategia de disuasión y bluff.
Lo que al final producirá un desenlace favorable a la confrontación de desgaste en Venezuela serán el compromiso, el tesón, la perseverancia, la unidad y el coraje de los venezolanos en su lucha contra el despotismo que destruye al país y su gente. Contamos con importante apoyo internacional y la buena voluntad de numerosos países. Washington respalda nuestra lucha con encomiable firmeza. Si bien entiendo el poderoso anhelo de un resultado positivo y perentorio, y la desazón y angustia que genera la permanencia del régimen usurpador, creo que no debemos desesperar. Hay suficientes razones para vislumbrar con optimismo nuestra liberación.