Nelson Rivera (ALN).- Primero, jefes y hasta políticas empresariales comenzaron a establecer que los empleados deberían mantener sus móviles encendidos a toda hora, incluyendo los fines de semana. A la controversia causada por el móvil y los posibles límites horarios, viene a sumarse ahora una dimensión mucho más compleja: la de pulseras de uso obligatorio, relojes inteligentes y chips implantados en las muñecas, que potencian con creces la posibilidad de controlar a los trabajadores.
El pasado 10 de septiembre, en el diario El Mundo de España, el periodista Tino Fernández contaba que, de 80 empleados de Three Square Market, de Wisconsin, Estados Unidos, 50 han accedido a que les implanten un microchip, que “servirá para los controles de entrada y salida, para conectar los ordenadores e identificarse y también para adquirir productos en las máquinas de vending”. La misma información cuenta de otro caso en Suecia.
Hace unos tres o cuatro años comenzó a debatirse la cuestión como una de las consecuencias indeseadas del auge de los teléfonos inteligentes. El que se tiene como el aparato electrónico más popular en la historia de la humanidad, o casi tan popular como la bombilla doméstica, comenzó a generar una nueva realidad o un nuevo problema: el móvil como agente que debilita los límites entre vida laboral y descanso o, si se quiere, entre trabajo y vida privada. Jefes y hasta políticas empresariales comenzaron a establecer que los empleados deberían mantener sus móviles encendidos a toda hora, incluyendo los fines de semana.
Hace unos tres o cuatro años comenzó a debatirse la cuestión como una de las consecuencias indeseadas del auge de los teléfonos inteligentes
Este trabajador sin horario, disponible sin interrupciones, no sólo ha sido el producto de la presión de los patronos. Como ha señalado Byung-Chul Han, en su brillante ensayo La sociedad del cansancio, vivimos en un tiempo donde el imperativo del rendimiento ha alcanzado niveles patológicos. Ese pathos se expresa en el sujeto trabajador que se explota a sí mismo, que por sí mismo ha escogido ser verdugo y víctima. Han lo denomina “libertad paradójica”, porque en la decisión de consagrar la vida entera al trabajo coinciden libertad y coacción.
Horarios ilimitados
Distintos estudios publicados señalan que casi 40% de los profesionales en Francia reciben comunicaciones o llamadas fuera del horario de trabajo. Más de 50% en Estados Unidos; 67% en España, de acuerdo con una información publicada en el diario El País en febrero. Un estudio de 2015 realizado por Deloitte, citado por el portal español Público, señala que 71% de los ejecutivos de Europa recibían comunicaciones fuera de sus horarios de trabajo. Está el dramático caso de ejecutivos de empresas japonesas, tailandesas, surcoreanas y chinas, que operan en Estados Unidos, por ejemplo, que deben atender correos y llamadas de los clientes durante el día, y de la casa matriz durante las noches, con lo cual la posibilidad real de descansar o dormir se vuelve incierta.
Un alto porcentaje de los encuestados, además, afirma sentirse presionado. O, en una actitud que revela un malestar todavía mayor, consideran que estas prácticas vulneran sus derechos. Hasta ahora, sólo Francia ha establecido una legislación que establezca el derecho a desconectarse (mucho se ha divulgado la cifra de la epidemia de suicidios que hubo en ese país, entre los años 2008 y 2009, producto de un alto estrés laboral). En el caso de España, todavía es temprano para señalar si la legislación francesa animará al Ministerio de Empleo y Seguridad Social a tomar alguna iniciativa similar.
La cuestión de los horarios ilimitados no se limita al ámbito de las relaciones laborales, sino que está directamente relacionado con el ámbito social: hay una presión de familiares, amigos y relacionados para intercambiar mensajes en cualquier momento. De hecho, desconectarse -apagar el móvil- está mal visto. Quien apaga su teléfono móvil es percibido como alguien perezoso, insociable, sospechoso.
Más allá del móvil
A la controversia causada por el móvil y los posibles límites horarios, viene a sumarse ahora una dimensión mucho más compleja: la de pulseras de uso obligatorio, relojes inteligentes y chips implantados en las muñecas, que potencian con creces la posibilidad de controlar a los trabajadores.
La cuestión de los horarios ilimitados no se limita al ámbito de las relaciones laborales, sino que está directamente relacionado con el ámbito social
Con cada uno de estos recursos es posible conocer cuándo entran y cuándo salen los trabajadores de sus oficinas; cuántos cafés consumen al día; el estado de sus pulsaciones; el número de veces que atienden el teléfono y el tiempo de duración de cada llamada; si se trata de llamadas de trabajo o personales; el número de veces que se levanta de su silla o se aleja del ordenador para ir al aseo. Incluso, con la instalación de un geolocalizador, las empresas podrán saber dónde está cada trabajador, a qué hora llegó a su casa, a qué hora se levantó de la cama, y muchas cosas más.
Como todos los procesos asociados a las nuevas tecnologías, existe una alta probabilidad de que las políticas de vigilancia se expandan en el futuro inmediato. Ello no ocurrirá sin resistencias y reacciones. La cuestión implica no sólo la revisión contractual del problema -qué derechos adquieren las empresas sobre las personas a las que pagan un salario-, sino sus proyecciones éticas y sicológicas: si la demanda de productividad autoriza a las empresas a colonizar a los individuos, y si esas imposiciones se convertirán o no en fuentes de conflictividad laboral.