Redacción (ALN).- Hilary Sánchez, una venezolana de 22 años, solía salir a comer hasta tres veces por semana en restaurantes de su ciudad. Hoy, esos ratos de esparcimiento son contados, pues cuida su presupuesto hasta el punto de que caza ofertas en redes sociales, calcula la tarifa de sus taxis o cruza los dedos por si algún amigo pueda llevarla de regreso a casa.
Dice que puede hallar promociones “locas” para comer 10 piezas de masa fritas rellenas con proteína por un dólar o una cubeta de 10 cervezas por cinco dólares para estirar su inversión, por un momento de diversión en un país donde, si bien el salario mínimo mensual es de menos de dos dólares, la empresa privada acostumbra a pagar un promedio de entre 53 y 256 dólares a sus empleados, según un estudio del Observatorio de Finanzas, una organización no oficial.
Recién culminados sus estudios de comunicación social, mención publicidad y relaciones públicas, Hillary gusta de salir. Para ella, está lejos de ser un pecado en una Venezuela hundida en una compleja crisis económica desde 2013.
“Lo hago porque me gusta distraerme, conocer gente, pasar un rato distinto a lo que uno está acostumbrado, poder distraerme de todo lo que está pasando”, cuenta a la Voz de América, amante de las pizzas y las hamburguesas.
Venezuela es el país de lo escaso y lo caro. En su ciudad, Maracaibo, la gente debe formarse por días en las estaciones de servicio para surtirse de gasolina, mientras un profesor universitario gana poco más de 10 dólares al mes.
En ese contexto de austeridad, Hillary y sus compañeros de farra hacen malabares para poder respirar aires distintos. “A veces, decimos: ‘no vamos a salir esta semana para salir la semana que viene en una buena salida, que valga la pena’. Si es una cena de esas de buen gusto, un barco de sushi para cinco personas cuesta 35 dólares y, con las bebidas y todo, por persona, gastamos 10 ó 12 dólares”, precisa.
Una “buena” hamburguesa, con papitas fritas y bebida de soda, puede significar una inversión de 10 dólares, en establecimientos de la urbe petrolera.
Ocasionalmente, rompe sus restricciones para degustar un postre. Su favorita es una torta de chocolate, a cambio de cuatro o cinco dólares. Su cuenta puede ascender entonces a casi 15 dólares. “Ya pasarse de ahí es demasiado”, dice.
Abrir sin estar abiertos
Maracaibo es una de esas ciudades donde la crisis nacional, esa que se trata de resolver en estos meses en un proceso formal de diálogo político en México, ha anidado síntomas de depresión: 70 por ciento de sus empresas y comercios cerraron por las complicaciones económicas, según su Cámara de Comercio.
Sus calles lucen oscuras por falta de luminarias públicas. La mayoría de sus semáforos están averiados. Las opciones de entretenimiento disponibles, como bares, restaurantes y discotecas, son mínimas para jóvenes como Carlos Espina, un contador venezolano que destina a sus salidas nocturnas buena parte de sus ingresos como trabajador independiente para empresas extranjeras.
“Maracaibo se está como reactivando en ese sentido. Antes de la pandemia, estaba muy en decadencia el tema de las salidas nocturnas. Había pocos sitios. Estaba muy limitado”, afirma Espina, de 26 años, sobre el repunte de opciones que dice notar mientras hay flexibilización de las medidas contra el COVID-19.
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