Pedro Benítez (ALN).- En buena parte de su más reciente libro, Una tierra prometida, el expresidente estadounidense Barack Obama explica los límites de acción que tiene una superpotencia. Es un relato lleno de anécdotas e impresiones personales, no sólo de su carrera política, sino también de su paso por la Casa Blanca y de sus relaciones con los líderes mundiales de su momento. La autocrítica no está ausente. ¿Lo pude haber hecho mejor? ¿Qué hubiera pasado de tomar una decisión distinta? Son preguntas que se sienten a lo largo del texto con una conclusión que por obvia no deja de ser trascendente: en política hay una sustancial diferencia entre lo que se quiere hacer y lo que efectivamente se puede hacer. Eso hasta el presidente de Estados Unidos lo aprende.
El pasado 17 de noviembre la editorial Debate publicó en España el primer tomo de las memorias presidenciales de Barack Obama, Una tierra prometida.
Si se quiere tener una idea de cuál será la política de Estados Unidos durante los próximos cuatro años hacia el mundo, América Latina y en particular Cuba y Venezuela, ese libro da las claves. Uso del poder blando, de la diplomacia junto con sus aliados y de la triangulación de intereses sin descartar nunca la fuerza como último recurso.
El equipo de política exterior que el presidente electo Joe Biden viene armando, encabezado por dos veteranos de la Administración Obama, Antony Blinken, próximo secretario de Estado, y Jake Sullivan como consejero de Seguridad Nacional, comparte esa filosofía pragmática.
En un reciente texto Blinken hace un balance de los éxitos y fracasos de Estados Unidos en el mundo desde el fin de la Guerra Fría con un tono muy similar a las memorias de Obama. La expulsión de la Saddam Hussein de Kuwait, el derrocamiento de Manuel Antonio Noriega en Panamá, la paz en los Balcanes y la eliminación de Osama bin Laden figuran entre el balance positivo, que contrasta con los sonados fracasos en Irak y Afganistán.
Cada una de las decisiones que llevaron a esas acciones tuvo, a su vez, todo tipo de condicionantes. No deja de sorprender cómo hay innumerables cosas que el comandante en jefe de la mayor maquinaria militar de toda la historia no puede hacer. Su poder está sencillamente limitado, no sólo por cuestiones constitucionales, sino por la opinión pública y los electores a los que debe responder. Que Estados Unidos es una democracia es un detalle que suele pasarse por alto.
Sin embargo, si lo desea, el inquilino de la Casa Blanca se las puede arreglar para pasar por encima, incluso, de esos obstáculos. Pero hay una limitación que no puede responsablemente obviar: las consecuencias a mediano y largo plazo de cualquiera de sus decisiones. Las secuelas de la invasión angloamericana de Irak en 2003 son un tema que a Obama le obsesiona. De hecho, pavimentó, como él mismo reconoce, su camino a la presidencia como abierto oponente a esa guerra.
Obama se propuso a sí mismo no volver a cometer ese error, aunque admite no estar seguro de haber hecho lo correcto en los casos de Libia y Siria.
¿Lo pude haber hecho mejor? ¿Qué hubiera pasado de tomar una decisión distinta? Son preguntas que se sienten a lo largo del texto con una conclusión que por obvia no deja de ser trascendente: en política hay una sustancial diferencia entre lo que se quiere hacer y lo que efectivamente se puede hacer. No importa de qué nivel hablemos. Las decisiones del poder tienen limitaciones y también consecuencias que pueden ser contraproducentes para los propósitos iniciales.
Biden y su equipo de política exterior comparten esta idea.
Estrategia y diplomacia
¿Por qué, por ejemplo, el presidente de Estados Unidos no hace uso de su inigualable poder militar e interviene en Venezuela, Cuba y Nicaragua poniendo fin a esas dictaduras?
La respuesta la da Obama en varias ocasiones a lo largo de su relato ante distintas circunstancias: “Nuestras opciones eran limitadas”.
Una de esas limitaciones consiste en la posibilidad de transformar un terrible problema en otro mucho mayor. En vez de tener cinco millones de migrantes y refugiados venezolanos por el mundo, puedes duplicar la cifra con una intervención militar sin saber, de paso, cómo y con quiénes estabilizar al país.
El uso puro y simple de la fuerza, la amenaza, o la coerción, no necesariamente resuelve un problema de política exterior.
Esa es la lógica con la que justifica el giro de la política hacia Cuba que intentó. En diciembre de 2014 Obama afirmó que su objetivo era el mismo de los presidentes que le precedieron, lo que cambiaba eran los medios.
Si el embargo comercial impuesto por el presidente Dwight Eisenhower en 1960, y reforzado en los años 90, no había servido para desplazar del poder a la dictadura comunista, había que intentar algo distinto.
Aunque esa apertura de Obama a Cuba no dio los resultados que él esperaba (la represión aumentó luego de su visita a la isla), no obstante tuvo un mérito central: convenció a la población cubana de que Estados Unidos no era el enemigo.
Durante décadas los Castro inocularon en la conciencia de los cubanos la idea de que la invasión yanqui era inminente. Con esa coartada han justificado la represión y con esa consigna formaron a tres generaciones de niños desde la escuela. Romper esa lógica dentro del régimen comunista es un ejemplo del uso del poder blando estadounidense.
Recordemos además, que al mismo tiempo que Obama se acercaba a los cubanos comenzaba la política de sanciones personales contra los colaboradores de Nicolás Maduro en Caracas. Estrategia y diplomacia. Dividir al contrario, no cohesionarlo.
Ese es el juego de política exterior que se viene por parte de Estados Unidos para los próximos cuatro años. El tiempo dirá si será lo correcto.