Leopoldo Martínez Nucete (ALN).- La más reciente batalla del movimiento #MeToo se está librando en la controversial nominación del juez Brett Kavanaugh, acusado de abuso sexual, a la Corte Suprema de Justicia de EEUU por parte del presidente Donald Trump.
Desde la campaña electoral de 2016, cuando se divulgó la grabación de la conversación de Donald Trump con sus contertulios en el bus de Access Hollywood, y se conoció su rasgo de acosador sexual, han aparecido valientes denuncias de mujeres abusadas por Trump, y por una decena de otras personalidades públicas y celebridades. El llamado movimiento #MeToo se hizo viral en redes sociales; y, al organizarse en lo político, ha ofrecido a centenares de mujeres abusadas el apoyo para salir adelante y presentar sus alegatos. Ya se sabe lo difícil que es hacer pública una denuncia de este tipo; por eso, tantos han vivido con el traumático impacto en sus vidas, en un silencio que arde en el alma.
Gracias a este movimiento, la sociedad se ha centrado en una conversación civilizada sobre la terrible realidad del acoso sexual, muy propio de una cultura machista, cómplice de tan absurda conducta violatoria de la dignidad humana. Es tan grotesca esta actitud permisiva, que muchas veces ante la denuncia hay quienes apelan a una narrativa permisiva: “Eso fue… ¿hace cuánto tiempo? Si es verdad, ¿por qué no lo dijo antes?”; o “Tú sabes, a lo mejor ella dio pie a tal situación”. Las más grotescas excusas gravitan sobre el permisivo criterio de “Boys will be boys”, como dijeron ciertos defensores de Trump cuando se conoció la famosa grabación donde el excéntrico magnate se jactaba de que, cuando tienes poder, puedes hacer lo que quieras con las mujeres. De hecho, Trump ha sido brutalmente gráfico en sus comentarios que, desde la perspectiva de sus paladines, no eran más que una simple conversación del locker de caballeros en el club (“a locker room talk”).
Gracias a este movimiento, la sociedad se ha centrado en una conversación civilizada sobre la terrible realidad del acoso sexual, muy propio de una cultura machista
Por fortuna, el movimiento #MeToo va ganando la batalla a quienes pretenden normalizar la reducción de la mujer a objeto sexual y legitimar los bajos instintos masculinos, en una sociedad donde ellas han adquirido y conquistado mayor acceso a espacios donde décadas atrás dominaba la figura masculina. Y se va ganando la batalla porque el empoderamiento sociopolítico femenino ha sido una de las grandes conquistas de la sociedad contemporánea. La más reciente lucha de este movimiento social se está librando en la controversial nominación del juez Brett Kavanaugh a la Corte Suprema de Justicia por parte del presidente Trump para la correspondiente aprobación en el Senado.
La mayoría republicana en el Senado, entusiasmada por elevar a un probado militante del conservadurismo extremo a la más alta posición de la judicatura, iba rauda y entubada hacia la ratificación de quien sería, después del magistrado Neil Gorsuch, el segundo juez conservador que Trump ha tenido la inusual oportunidad de elevar a la Alta Corte en dos años, dado el fallecimiento del conservador magistrado Antonin Scalia, y luego la renuncia del moderado juez Anthony Kennedy. Por cierto, al contrario de lo ocurrido en el caso de la postulación, por parte de Barack Obama en 2016, del magistrado Merrick Garland, a quien esa misma mayoría le negó audiencia por nueve meses, hasta que llegó Trump a la Presidencia.
Pero de pronto se interpuso la denuncia, airosa en el detector de mentiras, de la profesora Christine Blasey Ford. Además de la prueba poligráfica sobre su testimonio, donde afirma que Kavanaugh intentó violarla junto a un compañero cuando eran adolescentes, la víctima dio al conocimiento público las notas de sus psicólogos en distintas etapas de su vida. Por mucho tiempo recibió tratamiento por el trauma que aquel horrendo episodio le había producido. A partir de la doctora Ford, aparecieron otras denunciantes. Como suele suceder, el coraje de una víctima, con la solidaridad del movimiento #MeToo, ha facilitado que otras víctimas se atrevan a aliviar el dolor que llevan dentro.
El momento cumbre de esta batalla fue cuando una de las víctimas enfrentó, en el ascensor del Capitolio, al senador Jeff Flake de Arizona, uno de los republicanos críticos de Trump, a quien se le ve sensible ante esta situación. Al preguntarle a quemarropa si votaría por confirmar al juez Kavanaugh, le demandaba mirarla a los ojos mientras le hablaba y le exigía que pensara en su madre, hermana e hijas cuando escuchara a una mujer hacer tan dolorosa denuncia. Flake subía y bajaba la mirada. Y, aunque Flake no contestó, votó por llevar la aprobación del nombramiento a la plenaria, pero condicionando todo a la investigación de la denuncia por parte del FBI.
Ahora los republicanos y la Casa Blanca buscan limitar el plazo de esta investigación a una semana. Nadie sabe de dónde viene el plazo, pero sí la razón del apuro. El FBI quizás no pueda concluir su trabajo en dicho plazo, y el ardid de los conservadores será decir: pedimos la investigación pero esta no llegó a tiempo, para proceder con la confirmación del polémico magistrado. Por su parte, los senadores demócratas presionan con el apoyo de la sociedad y los medios de comunicación por no votar este nombramiento hasta que concluya la investigación. En medio de esto, la cerrada ventaja de dos votos que los republicanos mantienen en el Senado dirige la atención hacia senadores más moderados, que no simpatizan con Trump ni con la polarización en torno a este nombramiento, como el senador Jeff Flake y las senadoras republicanas Susan Collin de Maine, y Lisa Murkowski de Alaska, quienes no deben sentirse nada cómodas al votar a ciegas este nombramiento sin contar con una investigación concluyente, que les permita cimentar su criterio sobre la veracidad de la denuncia de la doctora Ford.
Existe, por cierto, la expectativa de abortar este proceso con una mayoría contra el nombramiento, o dilatarlo hasta luego de las elecciones de noviembre próximo, en las que cabe la posibilidad de una recomposición de la mayoría en el Senado (a favor de los demócratas); e incluso, se especula sobre el efecto movilizador de este controversial proceso de nombramiento en ambos sectores de la sociedad, los que lo apoyan y los que se oponen a él. También cabe otra posibilidad: que el propio Kavanaugh desista si se ve enfrentado a la investigación. El juez negó categóricamente los hechos en su audiencia ante el Senado. Si el FBI determina lo contrario en su investigación, estaríamos en el terreno del perjurio.
De pronto se interpuso la denuncia, airosa en el detector de mentiras, de la profesora Christine Blasey Ford. A partir de la doctora Ford, aparecieron otras denunciantes
El asunto no es fácil. Se necesitan las tres abstenciones, o votos republicanos en contra antes referidos, para echar por tierra el nombramiento. Porque, de haber empate, corresponde al vicepresidente Mike Pence ejercer su prerrogativa constitucional de desempatar la votación.
Muchos senadores y opinadores conservadores han dicho que esto es una conspiración demócrata. Pero al hacerlo ofenden más a las víctimas que motorizan el movimiento #MeToo y a toda la sociedad. Si fuese una conspiración político-partidista, ¿por qué no ocurrió recientemente, cuando se debatió el nombramiento del magistrado Gorsuch, contra quien los demócratas argumentaban que su activismo conservador interferiría de forma impropia en su criterio judicial? Sin embargo, sus credenciales profesionales (similares a las de Kavanaugh) dieron piso al voto de la mayoría republicana, aleccionando a la sociedad sobre las consecuencias que tuvieron las elecciones; y, en particular, la abstención electoral de sectores sociales, progresistas y defensores de los derechos civiles, alarmados por el ascenso de este conservadurismo al control de la Corte Suprema de Justicia. Pero de ningún sombrero pudo sacarse una denuncia como la que hoy señala a Kavanaugh.
La Corte Suprema y la democracia
En estas horas cruciales, cabe también otra reflexión con el solo propósito de promover el debate responsable. La encuestadora Gallup tiene décadas midiendo la credibilidad de las instituciones de la democracia estadounidense. La confianza del pueblo norteamericano en la Corte descendió desde 70% de aprobación hasta niveles que oscilan entre 45% y 50%. Unos cambios de opinión que se corresponden con el comportamiento de los ciudadanos que militan en alguno de los dos partidos. Es decir, la politización en la selección y el debate sobre los nombramientos judiciales está cobrando sus resultados, muy delicados para una de las democracias más sólidas del mundo, precisamente por el peso del Poder Judicial como árbitro cohesionador de la sociedad en torno al Estado de derecho y el imperio de la ley.
Es cierto que la Corte Suprema de Justicia de los EEUU es lo que en derecho comparado conocemos como una Corte Constitucional, que además tiene la prerrogativa de decidir qué casos adjudica, en un universo de asuntos que se resuelven en el aparato judicial de cada estado de la federación. Pero, precisamente en la construcción de una sociedad con igualdad de oportunidades ante la ley, en la aplicación de la doctrina progresiva de los derechos humanos y civiles, y en el fortalecimiento del Estado federal en torno a los nuevos desafíos que impone la sociedad, emerge el debate entre exégetas de la norma constitucional y quienes promovemos una interpretación holística de las normas constitucionales, a efecto de evitar que la Constitución sea una camisa de fuerza para el progreso social y económico.
Por ejemplo, las conquistas en materia de inclusión social, derecho a la salud, protección ambiental, y muy especialmente los derechos civiles y la igualdad de los afroamericanos, las mujeres, los latinos y el colectivo LGBTI son resultado de una Corte capaz de abrir la norma constitucional al cambio, a través de su interpretación holística y transversal en todo el texto y los precedentes judiciales de la propia Corte, y no convertirla en elemento de resistencia. Otro ejemplo, la lucha por el control y regulación federal a la compra y posesión de armas se habilita o no según la lectura exegética de la Primera Enmienda de la Constitución de los EEUU. El alcance y racionalidad de las regulaciones sociales y económicas entran en esa discusión. La constitucionalidad de la reforma sanitaria también depende de cómo se aproxime la adjudicación judicial en materia constitucional.
Por tanto, la falta de consensos políticos y sociales en el ámbito legislativo desemboca en la Corte. Y si esta es percibida como poco creíble o confiable, las consecuencias son devastadoras para la democracia. Adicionalmente, estas tensiones políticas han abierto una nueva e importante discusión. Según el texto constitucional, sin lugar a interpretación en esta materia por inequívoco, el nombramiento de los nueve magistrados de la Corte Suprema de Justicia tiene carácter vitalicio. Son muchas las voces que ya asoman con un planteamiento de reforma constitucional: establecer un término para la magistratura. ¿10 años, ocho o 20? Habrá muchos argumentos en favor de algún plazo más o menos largo, pero el sentido común indica que esta es una de esas cuestiones que adquieren relevancia histórica para promover una enmienda constitucional que elimine el carácter vitalicio del nombramiento de los magistrados de la Corte Suprema, sin afectar, al establecer un término que no cabalgue simétricamente sobre los ciclos electorales de otros poderes, la independencia y autonomía del más alto tribunal del país.
Lo cierto es que el movimiento #MeToo ha sido inspirador en esta lucha contra el nombramiento del juez Kavanaugh. Y al margen de lo que termine ocurriendo, es deseable que sirva para estimular una discusión constructiva sobre la deriva política en que ha terminado este esencial proceso de integración del Poder Judicial y la Corte Suprema de Justicia. Y muy especialmente, sobre la necesidad de una enmienda constitucional que establezca un término al ejercicio de la magistratura judicial.