Leopoldo Martínez Nucete (ALN).- El 8 de noviembre se acerca. La campaña por el control del Congreso en EEUU entró en la ruta crítica de los últimos 100 días. Las elecciones legislativas de mitad de período (así como otras de carácter regional y local), en los primeros dos años de una Presidencia, son un termómetro que suele prefigurar escenarios para la reelección del presidente, previstas para 2020.
Aunque suele afirmarse que toda elección de mitad de período es, en el fondo, un referendo sobre la gestión del gobernante, en los Estados Unidos esto es cierto relativamente, porque las diferencias de opinión y el peso de cada legislador suelen ser evaluados muy especialmente por los electores; sobre todo en estos procesos, donde la abstención suele ser mayor que en las presidenciales. Por tanto, los resultados no son determinantes, ya que en dos años pueden pasar muchas cosas… y en política, tantas como podamos imaginar.
Pero no hay duda de que sí sirven para hacer lecturas. Algunas muy importantes y susceptibles de ser proyectadas a otros campos, sobre todo cuando la figura presidencial es altamente polarizante. Por ejemplo, en las primeras elecciones de mitad de período de Barack Obama, el Partido Demócrata perdió de manera catastrófica el control de la Cámara de Diputados que tanto le costó lograr en la avalancha de votos que eligió a Barack Obama presidente, y perdió seis senadores, colocando el control del Senado en un terreno muy estrecho, para luego ampliarlo en 2012 con su reelección y perderlo por escaso margen de escaños (mas no en el voto popular) en 2014.
En 2010, cuando Obama enfrentó su primera elección legislativa de mitad de período, era, todavía en esa fase, una figura polarizante, o así lo presentaban los estrategas republicanos
En 2010, cuando Obama enfrentó su primera elección legislativa de mitad de período, era, todavía en esa fase, una figura polarizante, o así lo presentaban los estrategas republicanos en sus narrativas. Las políticas fiscales contracíclicas y la priorización de convertir en ley la reforma sanitaria sirvieron para alimentar esa retórica republicana, no poco irresponsable como estrategia opositora; además de encubrir un subyacente brote de intolerancia o racismo contra el primer presidente afroamericano de los EEUU. Sin embargo, tras perder el control de la Cámara de Representantes en las legislativas de 2010, el carismático Obama dio atinada lectura a lo acontecido para no sólo reelegirse en 2012 sino mantener hasta 2014 el control del Senado.
Bajo sus lecturas de los procesos legislativos, Obama siempre buscó la distensión (o en todo caso evitó caer en las provocaciones que promovían mayor polarización) y mantuvo el rumbo midiendo los tiempos de sus ejecutorias con la precisión de un reloj suizo, acertando en lo económico y fiscal, moderando planes y asumiendo una estrategia de avances graduales en lo social, hasta asegurar su reelección. A partir de allí abrió paso a otras prioridades. Al final, Obama hizo remontar su popularidad hasta niveles históricos. La derrota de Hillary Clinton, inesperada e inusual al haberse consumado por mínimo margen en tres estados tradicionalmente demócratas (Pennsylvania, Michigan y Wisconsin), también fue algo difícil de digerir por cuanto Trump no logró la mayoría del voto popular. Sin duda, Obama navegó ocho años dando adecuada lectura política a aquellas primeras elecciones de mitad de período, tan adversas para su partido; y también al revés sufrido al perder el control del Senado en 2014.
Trump es muy diferente y lo opuesto a Obama. Es un representante icónico de la antipolítica. En extremo polarizante. Su trato con el Partido Republicano es, como toda su gestión, disfuncional y divisivo. Y su carácter intolerante lo lleva a escapar siempre hacia adelante, creando más tensiones. Parece convencido de que la polarización y la conflictividad política son su ambiente natural y la estrategia idónea para estimular la participación electoral de su base de apoyo más comprometida, definida como “voto duro”. Por tanto, su impacto en estas elecciones de mitad de período ha tenido, hasta ahora y como pocas veces antes, un efecto referendario sobre su controversial personalidad y sus más divisivas e inflamantes propuestas.
Un análisis de varias encuestas confirma tres hechos: 1) la preferencia genérica por partido a nivel nacional está más abierta de lo usual para cualquier candidato demócrata, con un 47% contra un 40% para quien aparezca en la boleta como republicano, según reciente estudio del prestigioso analista Nate Silver; 2) el rechazo a Trump se consolida en no menos del 60%; y 3) más de un tercio de los electores en Florida, Ohio y Arizona (estados imprescindibles para una reelección, en la compleja matemática de los colegios electorales de EEUU) piensan que Trump no debe ser reelegido en 2020, según una encuesta de NBC con la Universidad Marista, indicando un importante quiebre dentro del Partido Republicano. Otra encuesta de Político/Morning Consult detectó que, en el promedio nacional, sólo 36% votaría por reelegirlo y 40% de los militantes republicanos votaría contra Trump en una primaria del partido. Todo esto combinado es lo que se alude con el slogan de la “Oleada Azul” (color del Partido Demócrata).
Pero hay algo que tomar en cuenta para administrar expectativas y hacer adecuada lectura de los acontecimientos. En los Estados Unidos existe un perverso proceso de manipulación de distritos electorales (“Gerrymandering”) para elegir los diputados a la Cámara de Representantes, orquestado desde hace unas dos décadas por las legislaturas de los estados bajo control republicano. El Senado se renueva sólo por una tercera parte cada dos años, a diferencia de la Cámara de Representantes, que se renueva totalmente cada dos años. Dado que el mandato de los senadores es de seis años, la tercera parte de los expuestos a reelección en noviembre fueron electos en 2012, con el viento favorable a la reelección de Obama, que permitió a los demócratas conquistar espacios en estados de comportamiento pendular o con tendencia republicana. Es decir, hay más senadores demócratas expuestos a reelección, concretamente 26 de 35, incluyendo estados pendulares o más difíciles por su demografía electoral para los demócratas, algunos de los cuales ganó Trump en 2016, con alta participación electoral de ese “voto duro” que lo respalda, cambiando hasta cierto punto el ADN del Partido Republicano tradicional. No obstante, hay al menos tres estados donde los demócratas tienen opción importante de ganar a los senadores republicanos en funciones; y sólo necesitan dos victorias para retener sus escaños y tomar el control del Senado.
¿Viene una marea azul?
Por otra parte, hay tres senadores republicanos que no se presentaron a la reelección: Bob Corker, de Tennessee; Orin Hatch, de Utah; y Jeff Flake, de Arizona. Tennessee y Utah son territorio tradicionalmente republicano, pero Arizona es un estado que se convierte gradualmente en un campo de batalla por el cambio demográfico, donde la cuestión migratoria y el voto hispano pesan mucho. El candidato con el sello Trump en la frente, aspirante por el Partido Republicano, es el sheriff Joe Arpaio, indultado por Trump tras una condena recibida en juicios por violación a la ley de derechos civiles y comportamiento abiertamente racista contra los hispanos. En Arizona, como en el vecino estado de Nevada (donde el senador republicano Dean Heller tiene el reto de reelegirse frente a la demócrata Jacky Rosen) el polémico -por racista y xenófobo- sheriff Arpaio alimenta la retórica que entusiasma el “voto duro” de Trump, pero moviliza de forma increíble el decisivo y creciente voto latino. Además, el senador Flake no sólo no se presentó a la reelección por su abierto desacuerdo con Trump, sino que escribió un editorial en The Washington Post emplazando a sus compañeros a abrirse contra Trump para salvar al partido. Para muchos, Flake, estrella emergente del Partido Republicano, podría ser uno de los que encabecen una insurgencia interna contra Trump por la vía de una inusual primaria en el partido gobernante contra el presidente en ejercicio. Por otro lado, debe ganar la senaduría en Utah el excandidato presidencial republicano Mitt Romney, quien tampoco ha ocultado su descontento con Trump.
Arizona es un estado que se convierte gradualmente en un campo de batalla por el cambio demográfico, donde la cuestión migratoria y el voto hispano pesan mucho
Similar análisis cabe para la Cámara de Representantes. Si bien los promedios nacionales son altamente favorables a quien sea el candidato demócrata, cada distrito electoral es un mundo, y algunos casos estarán influidos por el “Gerrymandering”, que produce baja representatividad y ofrece un rédito electoral favorable al discurso de Trump, pese a las tendencias nacionales. Por eso, el otro factor predictor de lo que puede acontecer es que 39 republicanos en funciones no se presentaron a reelección. ¿Por qué? Por una difícil y paradójica realidad: acompañar a Trump sin moderación (o incluso con algo de criticismo) sería letal en su distrito en la elección general (en algunos casos, seguirlo sin condicionamientos es un problema de convicciones personales); pero muy seguramente, el factor Trump en una primaria republicana los habría derrotado, porque estos procesos internos suelen ser dominados por los extremos. Visto así, algunos análisis apuntan a que, de esos 39 escaños, los demócratas pueden “voltear” al menos los 24 necesarios para retomar el control de la Cámara de Representantes.
En consecuencia, la narrativa y la estrategia electoral demócrata no pueden ser tan uniformes como la republicana en este proceso. Es de hacer notar que, si bien a Trump le puede funcionar ubicarse en el extremo polarizante, a muchos de estos candidatos demócratas les puede resultar muy peligroso manejarse con una narrativa emplazada en el otro extremo. Por ejemplo, en la cuestión del impeachment (destitución por allanamiento del presidente Trump), asunto muy popular en los promedios nacionales. Por el contrario, los candidatos demócratas en muchos espacios electorales deben hilar fino, desmontar el engaño de Trump y encontrar un asunto central, altamente movilizador para el electorado, sin caer en la fácil tentación de sumarse al coro que domina la narrativa nacional en temas no relacionados con las prioridades específicas de cada estado o localidad.
Hasta el día de hoy, todo parece indicar que se viene una marea azul. Que los demócratas pueden tomar el control de la Cámara; y que, si se logra la reelección del senador Bill Nelson en Florida y se concreta la victoria de los demócratas en Nevada y Arizona, reteniendo los demás escaños en juego, el Senado puede ser controlado también, de forma muy ajustada, por los demócratas. En los tres estados que pueden cambiar el destino político de EEUU y la Presidencia de Trump, un elemento decisivo es el voto latino.
¿Abre ese escenario de cambio legislativo la compuerta del impeachment a Trump? Para eso se necesita mayoría simple en la Cámara, pero dos tercios del Senado, cosa más difícil en el actual o probable contexto de este juicio político. ¿Abona el terreno una primaria contra Trump en su intento por reelegirse en 2020? Y, en ese caso, ¿habría capacidad de que los republicanos se compacten en torno a un solo contendor de Trump en ese hipotético proceso interno? Son las interrogantes que surgen ante ese escenario de la marea azul. Pero el solo hecho de que estén sobre la mesa anticipa, junto a los números (y admitiendo que faltan cartas por echar y que la economía no va mal -todavía y a pesar de algunas erráticas decisiones de Trump cuyo impacto está por verse-), que la reelección de Trump, si sobrevive o nunca llega el impeachment, no se ve fácil.
Desde luego, otro factor a considerar, entre los muchos que pueden presentarse en tanto tiempo, es quién sería el contendor demócrata. Un enigma fascinante para una próxima entrega.