Pedro Benítez (ALN).- Es bastante común que los gobiernos, cualquier sea su naturaleza, democrático o autocrático, achaque sus fracasos a “un problema de comunicación”. Es un clásico.
Si la economía va mal, aumentan la inflación y el desempleo, se evapora el salario real de los trabajadores; si colapsan los servicios públicos; si se incumplen de manera reiterada las promesas efectuadas; si los escándalos de corrupción que envuelven al grupo en el ejercicio del poder se multiplican; si no hay gestión que mostrar; siempre, invariablemente, hay alguien que plantea la solución mágica, cambiar la política comunicacional del Gobierno. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes?
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Es esto lo que acaba de anunciar el jefe de Estado venezolano, Nicolás Maduro, al ordenar la reestructuración completa de los medios de comunicación. “Nos quedamos rezagados”, afirmó.
Casualidad o no, la orden presidencial ocurre precisamente a continuación del enfrentamiento dialéctico protagonizado entre el diputado de la bancada oficialista del PSUV, Ramón Magallanes y el periodista Seir Contreras, cortesía de las pantallas de Globovisión. Entre las numerosas críticas proferidas desde las redes sociales en contra del desempeño del citado legislador en el referido espacio de opinión, llama la atención aquellas que destacaron su falta de preparación (en cuanto a datos y argumentos) para defender la gestión gubernamental.
A continuación se dio un debate (vamos a llamarlo así) entre los simpatizantes oficialistas, o filo oficialistas, acerca de las deficiencias de la política comunicacional del Gobierno. Es de presumir entonces que la decisión presidencial viene como una rápida respuesta. Todavía hay reflejos.
La «hegemonía comunicacional» del chavismo
Sin embargo, al autocrítica presidencial es bastante curiosa, si tomamos en cuenta que si algo ha caracterizado al chavismo ha sido, precisamente, sus habilidades en la comunicación política. Es más, ese es un aspecto que hasta el más recalcitrante de sus críticos ha reconocido. Luego de las crisis de los años 2002 y 2003 (marcha, golpe, contragolpe y paro) la denominada revolución bolivariana se embarcó en un esfuerzo financiero colosal, acompañado de su correspondiente, e implacable, ofensiva política, en aras de edificar lo que los propios voceros oficialistas bautizaron como la “hegemonía comunicacional”.
Por el año 2007, Andrés lzarra, hoy critico muy activo de Maduro desde la red social X, en su doble condición de ministro de Comunicación e Información y presidente de la cadena televisora multiestatal TeleSUR, afirmó: “La hegemonía en los medios es un instrumento necesario para la revolución”.
En esta etapa de la historia nacional de Venezuela se entiende por revolución como la determinación de perpetuarse en el ejercicio exclusivo del poder político de ese grupo de personas que, por un puro golpe de buena suerte (para ellos, pero para desgracia del país) acompañaron al ex presidente Hugo Chávez en el Gobierno. Lo que ha venido después han sido las inevitables purgas, persecuciones, cárcel y exilio de los involucrados, típico de este tipo de regímenes que, en el caso concreto venezolano, la política de la “hegemonía comunicacional” pretendía eternizar.
Estrategia de tenaza
En ese sentido, el Partido/Estado (rojo, rojito) no se detuvo en miramiento alguno con tal de dotarse de unas cadenas comunicación (prensa escrita, audiovisual y de radiodifusión) bien financiadas y con la mejor tecnología posible, mientras que, al mismo tiempo, se iba imponiendo la censura contra todo medio de comunicación crítico.
Por eso no se le renovó la concesión a RCTV en 2007, así como tampoco se le permitió el acceso a la televisión por cable; y año tras año, a las emisoras de radio regionales tampoco se renovaba el uso de las frecuencias del espectro radioeléctrico, con el argumento de ser éstas un bien de dominio público (aunque en ocasiones esos cierres fueron más expeditos en sus procedimientos); y paralelamente se iba dejando sin papel a los periódicos. Para todo eso fue muy útil, por cierto, el hoy desaparecido control cambiario. Todo eso fue parte de una política de Estado. Perversa, pero política de Estado.
Una estrategia de tenaza con el fin de imponer un solo relato nacional, tanto del pasado, como del presente y, por supuesto, del luminoso futuro que le esperaba al país en manos de la revolución bolivariana que la conducía con sabiduría al mar de la felicidad cubano.
No obstante, ocurre que, parafraseando al Evangelio, no sólo de comunicación vivirán el hombre y la mujer. La debacle venezolana ha sido tan monumental, el fracaso del chavismo en el ejercicio del gobierno es tan inocultable y el cortocircuito entre lo que se dice y se hace tan evidente, que es imposible defender con un mínimo de racionalidad la “administración” de Maduro. Sencillamente no hay gestión que mostrar.
El discurso agotado del chavismo
Tampoco se le puede pedir al pueblo que comprenda que todas las desventuras cotidianas se deben al criminal bloqueo del imperialismo, mientras que ese pueblo ve con sus ojos como a los mismos voceros que recurren a esa coartada el mismo bloqueo no les afecta a la hora de exhibir los bienes materiales que aporta el capitalismo consumista.
De modo que el oficialismo ha agotado, incluso, una de las tácticas preferidas de los populismos y los autoritarismos, que consiste en tener siempre a la mano a tres enemigos: el anterior, el exterior y el interno. Los gobiernos adecos y copeyanos del antiguo régimen, cada vez más lejanos en el tiempo y en el recuerdo colectivo; el imperialismo estadounidense, con el que se está negociado y cuya moneda es de aceptación preferida por estos días en la patria de Bolívar y Chávez; y la burguesía, a la que ya no se ve tal mal, y a la fracasada “oposición”.
Todo eso explica la razón por la cual los diputados y dirigentes del PSUV evitan, en su mayoría, asistir a programas de opinión, incluso cuando estos son amables y comprensivos. ¿De qué se va a departir, además de hablar mal de la oposición? A esos extremos han llevado las cosas los herederos del chavismo. Toda comunicación tiene que tener un mínimo de credibilidad.
Ya ni siquiera se repiten aquellos números de la Misión Vivienda según los cuales se construían más soluciones habitacionales por año que en China.
Defender lo indefendible
Sólo jóvenes diputados, ansiosos de darse a conocer, como es el caso de Ramón Magallanes, comenten el desliz de intentar defender lo indefendible como si Venezuela estuviera parada en los años 2002 o 2007. Sobre él, habría que ser más comprensivo. Las duras críticas de las que ha sido objeto se han centrado en su incapacidad para “defender la gestión del gobierno”. He allí la médula del asunto: ¿de qué gestión hablan?
Obviamente le faltó la humildad de decir que, en fin, las cosas no están bien, pero nos esforzamos para mejorar. Aunque eso lo hubiera colocado en riesgo de quedar mal con sus jefes políticos. De modo que ante las alternativas, mejor pasar agachado. Ese es el problema de fondo de Maduro y de quienes desean defenderlo. Solo les queda apelar al cinismo como defensa ante el tribunal de la opinión pública.
Sin embargo, hay un detalle para agregar: en el chavismo (o chavo madurismo) son demasiados años en el poder. Hace rato que perdió aquella fuerza que ilusionó a una parte de la sociedad venezolana y desde hace mucho ha entrado en el inevitable proceso en el cual todo movimiento político se marchita, en particular, con la catástrofe que lleva sobre su espalda.