Rafael del Naranco (ALN).- Ante la presencia de ese jamelgo descocado y segador de vidas de sobrenombre coronavirus, se nos recuerda que sobre el planeta Tierra cada cierto tiempo retornan plagas bíblicas, algunas de ellas no extinguidas todavía.
No hay que olvidar: En todo tiempo han caído sobre la raza humana aterradores estragos virulentos, llevándose con ellos a la mitad de los habitantes de un continente o nación.
El virus que actualmente se sobrelleva pudiera ser de los más mortíferos ya que nada se sabía de él. En contra de esa toxina bueno es saber que en un tiempo cercano surgirá una vacuna para contenerla.
Lo imposible de olvidar es que los nuevos gérmenes ponzoñosos reviven el dolor de tragedias pasadas.
En el Apocalipsis, las pandemias, a modo del coronavirus, eran castigos del cielo, algo de lo que actualmente conocemos las causas, y no hacen falta decisiones santificadas al momento de hacerles frente.
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Entre las más aterradoras plagas, la llamada peste negra o bubónica fue sin duda pavorosa, y sembró consternación y muerte sobre aproximadamente 50 millones de personas en la Europa del siglo XIV, expandiéndose a su vez por Asia Central e India, colmando de ahogo, zozobra y soledad las rutas comerciales de ese tiempo.
En esos procesos tan demenciales siempre se busca culpables con razón o sin ella. Velozmente se acusó a los judíos de envenenar los pozos de agua. Después de asesinar a cientos de miles de ellos, se rebuscó a otro culpable: resultaron ser las ratas. Un tiempo después se supo la verdad: esa doliente marabunta surgió de los humanos.
Cerca de dos siglos después, el pintor flamenco Peter Brueghel, llamado el Viejo, nos ofreció la impresionante imagen de aquel suceso en su cuadro El triunfo de la muerte, y lo plasmó cual si fueran racimos de uvas sangrantes.
Percibir esa pintura situando la mirada en cada detalle, es regresar al libro de San Juan en el Apocalipsis o libro de las Revelaciones. Allí estas palabras maceran las angustias humanas:
“Miré, y vi un caballo bayo. El que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades lo seguía. Y así fue dando potestad sobre la cuarta parte de la tierra para matar con espada, hambre y mortandad todas las vidas de la tierra”.
La recordada gripe española o “peste negra” en 1918, y la epidemia del sida en África en 1981, son las otras dos plagas que más han afectado a la población del mundo en estos tiempos modernos. La primera afligió en gran medida a niños y ancianos. En un año dejó unos 90 millones de cadáveres.
Hasta 2012, el VIH se llevó cerca de 30 millones de seres humanos, haciendo estragos pavorosos en el continente africano. El contagio ha ido bajando y, aun así, ese virus sigue siendo una reminiscencia atronadora.
Hace dos días hemos vuelto a leer La Peste de Albert Camus. La crónica, ya que así lo refleja el texto, comienza en Orán, Argelia, en 1947. En cada uno de los rincones de la ciudad hay roedores muertos y los hospitales están colmados de cuerpos contagiados del virus.
Bajo nuestro propio concepto, la novela asume dos contextos: la miasma que lo envuelve todo, y la lucha de la resistencia contra los nazis en el norte de África y, aun así, uno, lector sin pocas dobleces -se lo debo a los años-, se queda con los sufrimientos de los habitantes de Orán, aun siendo una espléndida metáfora apoyada en las auténticas barbaries nazis.
Lo magno de Camus es su forma de acercarse a los padecimientos humanos, hacerlos suyos, y expandir en sus literarias páginas el apego penetrante a su tierra de nacencia, no habiendo sido otra que la Argelia francesa, heredad por la que soportó tantas penurias e incomprensiones.