Juan Carlos Zapata (ALN).- ¿Saben cuál es el “símbolo más explícito de la pobreza”? Que un joven que ha publicado su primer cuento no tenga plata, nada, pero lo que se llama nada, para comprar el periódico en el que apareció el texto a todo lo largo y ancho de la página. Eso le ocurrió a Gabriel García Márquez. Tenía 20 años. Y esto le parte el alma a cualquiera.
En Gabo se produce el salto de la creación literaria porque a los 20 años descubrió La Metamorfosis de Franz Kafka y por una queja del periodista Eduardo Zalamea Borda. Este reconocido columnista de El Espectador “lamentaba que la nueva generación de escritores colombianos careciera de nombres para recordar”, escribe Gabriel García Márquez en Vivir para contarla, sus memorias. El lamento de Zalamea Borda fue una suerte de desafío. Y La Metamorfosis le descubrió una forma de narrar en la que “no era necesario demostrar hechos”, sino que las pruebas de “la verdad” dependían del “poder del talento y la autoridad de la voz” del escritor.
Lo leyó en el cuarto de la pensión. Escondido. “Con el corazón desaforado y con un solo aliento”. La ironía final es que después le sobraron ejemplares. Los “amigos radiantes” se aparecieron con ejemplares que “me invadieron el cuarto”. También lo colmaron de elogios. Lo cual compensa la tristeza.
Escribió un cuento. Mejor dicho: continuó uno que había empezado en la primera semana de agosto bajo el embrujo de La Metamorfosis. La queja del columnista había aparecido el 22 de agosto. Releyó y corrigió varias veces el texto. Lo llevó a El Espectador. El portero le dijo que subiera y se lo entregara a Eduardo Zalamea Borda, lo que Gabo no hizo por puro miedo. “La idea me paralizó”. Por lo que dejó el sobre en la mesa del portero en el que adentro iba el texto y además una carta para el columnista. Era un martes. Y esperaba que de ser publicado, no sería tan pronto. Aun así, vagaba de “café en café”. Lo hizo durante dos semanas. Con la idea de “entretener la ansiedad”.
Pero el sábado 13 de septiembre de 1947. Cumplidos los 20 años y tantos meses, Gabo entra al café El Molino, el que más frecuentaba en esos días de pobreza en la lúgubre y triste Bogotá, y, señala, “me di de bruces con el título de mi cuento a todo lo ancho de El Espectador acabado de salir: La Tercera Resignación”. Estaba en la página 12. Ilustrado por Hernán Merino, “el dibujante oficial del periódico”.
Ahora viene el problema. La otra ansiedad. El autor que recién ha publicado quiere tener su obra a la mano. Quiere manosear el escrito. Quiere entretenerse con él. Apreciarlo. Divagar. Soñar. Mirarlo una y otra vez. Para hacer todo esto la condición ineludible es ser dueño del objeto, del libro, del papel; en este caso de un periódico cuyo precio son cinco centavos. Pero Gabo no los tiene. Es pobre de solemnidad. Pobre casi que al extremo, aunque viva en una pensión y estudie en la universidad. A la dueña de la pensión le debía, calcula, 720 veces los cinco centavos “por dos meses de cama y asistencia”. Es tan pobre que ni siquiera hace el amago de revisarse los bolsillos. Sabe que no tiene los cinco centavos. Lo escribe en las memorias: “Mi primera reacción fue la certidumbre arrasadora de que no tenía los cinco centavos para comprar el periódico”.
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Y señala que este “es el símbolo más explícito de la pobreza”, ya que el pasaje del tranvía también costaba cinco centavos, y una taza de café, y una llamada desde un teléfono público, y pulirse los zapatos. Para colmo, allí estaba la lluvia. La garúa eterna de Bogotá. La que le producía la tristeza, a él, llegado del sol de la costa. La lluvia lo esperaba en la calle. Vagó de nuevo por los cafés y no encontró a nadie que le diera una moneda. ¿Qué sentía? ¿Estaba desesperado? ¿Estaba triste? Quizá todo lo anterior pero nunca resignado, ni una segunda ni una tercera vez resignado, pues a pesar de que en la pensión tampoco encontró a ninguno de los compañeros que lo pudieran auxiliar, regresó a la calle, “dispuesto para lo que fuera”. Pero entonces, un hombre que bajaba de un taxi, tal vez en la Séptima Avenida, tenía un ejemplar del diario en la mano, y a ese hombre, haciendo acopio de fuerzas, Gabo, “de frente”, le pidió que se lo regalara.
Lo leyó en el cuarto de la pensión. Escondido. “Con el corazón desaforado y con un solo aliento”. La ironía final es que después le sobraron ejemplares. Los “amigos radiantes” se aparecieron con ejemplares que “me invadieron el cuarto”. También lo colmaron de elogios. Lo cual compensa la tristeza.