Rafael Alba (ALN).- El número de conciertos de música popular celebrados entre 2007 y 2017 en España ha disminuido 31% y se ha vendido 12,2% menos de entradas. Sin embargo, la recaudación obtenida por estos eventos en el mismo periodo ha aumentado 99% hasta situarse en 328,9 millones de euros.
¿Crisis? ¿Qué Crisis? Supongo que los lectores más veteranos habrán entendido el guiño cómplice. Para muchos (y muchas), las dos preguntas con las que he arrancado el artículo evocarán, sin lugar a dudas, el título de un famoso disco de Supertramp publicado en 1975. Este álbum supuso el espaldarazo definitivo para la banda en España, uno de los lugares del planeta en los que el grupo de rock progresivo liderado por Roger Hodgson y Rick Davies fue más popular. Pero, en realidad, no me refería a ese disco histórico. Más bien reflexionaba sobre una curiosa cifra hecha pública esta semana por la Sociedad General de Autores y Editores de España -la famosa SGAE sobre la que volveremos a hablar más adelante-, en su último anuario. En uno de los capítulos de este interesante trabajo de recopilación de datos económicos sobre el sector cultural español se analiza con detalle la década comprendida entre los años 2007 y 2017, uno de los periodos más duros que recuerdan los trabajadores y trabajadoras de este gremio, siempre azotados por la precariedad laboral y la incertidumbre sobre sus ingresos.
Según las cifras de la SGAE, una pequeña parcela, además de resistir el terremoto, habría sido capaz de mejorar sus registros en plena catástrofe. Se trata de la recaudación obtenida por los conciertos de música popular
El panorama es devastador, desde luego, y el batacazo afecta a casi todas las categorías objeto de estudio. Tanto es así que algún fino analista, como el cronista del diario El País, Tomasso Koch, se atreve a hablar de estos 10 años terribles como una década perdida. Aunque, por fortuna y más allá de los escalofriantes promedios y las cifras acumulativas a la baja, también podemos encontrar en este exhaustivo estudio un cierto atisbo esperanzador. El que suponen los guarismos correspondientes a los últimos tres años. Pero no se emocionen todavía, porque tal vez se trate de un espejismo. De ese tipo de recuperación, al que ya nos vamos acostumbrando sin remedio, que no alcanza a todos los afectados por la depresión anterior y, además, incide en acrecentar la desigualdad creciente que se ha extendido tras el reciente batacazo económico global por todos los ámbitos de la sociedad mundial. Más aún, da la impresión de que es muy probable que hayan desaparecido para siempre algunos de los viejos negocios relacionados con los espectáculos en vivo que permitían la supervivencia de las clases medias de actores, técnicos, músicos y demás profesionales de la farándula.
Pero volvamos a los números desapasionados y a ese dato en concreto que ha dado pie a estas agridulces reflexiones. Según las cifras de la SGAE, en medio de este paisaje deprimente que hemos descrito con anterioridad habría una pequeña parcela que además de resistir el terremoto, habría sido capaz de mejorar sus registros en plena catástrofe. Se trata de la recaudación obtenida por los conciertos de música popular, el pop y el rock fundamentalmente. En 2007, los fans de estos géneros musicales se dejaron en las taquillas, analógicas y virtuales, 165,2 millones de euros. Una cantidad elevada que no ha dejado de ascender desde entonces, y que en 2017 llegó a 328,9 millones de euros, un 99% más. Así que en este capítulo, por lo menos, de crisis nada. Más bien todo lo contrario. ¿Será cierto, entonces, que los artistas de este sector, músicos, compositores y cantantes, han podido compensar con el dinero ganado en los conciertos el severo recorte de los beneficios que conseguían por las ventas de sus discos?
Los festivales y los macroconciertos
Pues no. Evidentemente. El mantra de los ejércitos corporativos que han defendido durante años la pervivencia del gratis total en internet no ha resultado verídico. Para nada. Basta cruzar un par de datos para descubrir el engaño. Para empezar, esa subida del 99% de los ingresos recaudados en los conciertos en directo, contrasta fuertemente con la caída sustancial que ha experimentado el número de espectáculos de este tipo en ese mismo periodo. Según se recoge en el anuario de la SGAE, en 2007 se realizaron en España 127.100 actuaciones de música popular. Y la cifra disminuyó paulatinamente en los años posteriores hasta situarse en 2017 en sólo 87.900, un 31% menos. No sólo eso, esta caída se refleja también en la reducción del número total de entradas vendidas en esa misma década, al pasar de 30,2 millones en 2007 a 26,6 millones en 2017. Un 12,2% menos. Así que esta es la bonita paradoja, menos conciertos y menos entradas vendidas, pero muchísimo más dinero en la caja. Y eso que, desde 2012, hasta hace nada, la maldición del IVA cultural, que subió del 8% al 21%, suponía un gran obstáculo para toda la industria cultural.
El sector de la música en directo ha experimentado un cambio radical en estos años, por el imparable ascenso de los festivales y los macroconciertos que duplicaron sus recaudaciones en la última década
¿Prodigioso? No. La solución al enigma es muy sencilla. El sector de la música en directo ha experimentado un cambio radical en estos años, gracias al imparable ascenso de los festivales y los macroconciertos que duplicaron sus recaudaciones en la última década. Esas atracciones turísticas para aficionados al camping, con su correspondiente coartada cultural para encubrir la sana afición a la juerga, los litros de cerveza y el desenfreno veraniego. A estas alturas, hay festivales por todo el territorio español, con una curiosa, y peligrosa, repetición de los grupos cabeza de cartel. Estos artistas de éxitos son el gancho y, en general, los beneficiados por los cachés más altos, lógicamente. La máquina funciona bien, en general, con la ayuda de la gasolina que proporciona el dinero público. Las instituciones colaboran en la financiación de estos festejos por aquello de contentar a la juventud y promocionar la zona para atraer a todo tipo de viajeros despistados. Y porque ya se sabe también que estos eventos ofrecen buenas oportunidades de capitalización política a los interesados y, a veces, como presuntamente ha sucedido, a empresas como Waiter music, asociada a la trama Púnica del PP madrileño, según lo publicado sobre estas investigaciones judiciales en curso, por diversos medios de comunicación.
Además, las empresas han apostado también por estos eventos por lo bien que funcionan como plataformas publicitarias y porque patrocinan con gusto casi todo lo que se les propone. Los nombres rimbombantes en los carteles y la escasez de noticias tradicional en verano contribuyen a que los medios de comunicación sean más que generosos con el espacio. Nada que objetar, desde luego. Vaya por delante que aquí no tenemos ningún problema en unirnos al coro incesante de los aplausos que glorifican a estas máquinas modernas de generar gloria y dinero. Nadie hubiera apostado por esta evolución al asistir a los primeros, y ahora míticos, eventos, del ramo, celebrados en la lejana década de los 70, como el Festival de la Cochambre en Burgos, o las dos primeras ediciones del Canet Rock. Pero, convendría fijarse en algunos aspectos inquietantes que también tiene el fenómeno. Claro que entonces nadie soñaba con que los propietarios de las empresas organizadoras de estos eventos estuvieran dominados por fondos de inversión estadounidenses en busca de negocio como sucede con el Sonar y el Primavera Sound, los dos certámenes musicales emblemáticos de la ciudad de Barcelona.
El gasto en productos culturales
Así que cuidado. Porque lo mismo estamos ante un depredador peligroso para el sistema, cuya triunfante trayectoria económica puede devastar el ecosistema cultural español. Porque esa posibilidad existe. Y en los datos que hemos manejado aquí se empieza a detectar la materialización de estos peligros. Como consecuencia del éxito de los festivales y los espectáculos de estadio, el público ha abandonado, o casi, las salas de conciertos, los clubes y los pequeños locales que mantienen viva la llama de la música en las ciudades. Y aunque, en las grandes capitales, aún sobreviven, a duras penas, algunos locales clásicos de pequeño aforo, fuera de estos oasis, en las capitales de provincia más pequeñas, la situación es mucho más dramática. La disminución del poder adquisitivo de las clases medias, y la precariedad que azota a los más jóvenes, uno de los grupos consumidores más importantes en este sector, ha tenido mucho que ver también. Según las últimas cifras del Ministerio de Cultura, el gasto en este sector se habría situado en 2017 en 289 euros anuales. Un 22% menos que hace una década.
Como consecuencia del éxito de los festivales y los espectáculos de estadio, el público ha abandonado o casi, las salas de conciertos, los clubes y los pequeños locales que mantienen viva la llama de la música en las ciudades
Pero, la realidad indica que el batacazo es todavía mayor, porque en esa cifra media se incluyen los gastos destinados a la telefonía móvil y el pago de servicios de banda ancha, y otros cuantos asuntos no excesivamente relacionados con el vocablo cultura. Unos números, por lo tanto, que no dejan demasiado espacio para el optimismo. Peligra la cantera. La nueva generación de artistas criados en los pequeños garitos ha tenido muchas más dificultades que las anteriores para sobrevivir en esa etapa inicial del crecimiento. Y los que ahora están empezando, asediados además por las máquinas de éxito televisivo impulsadas por las multinacionales del disco y las grandes cadenas, todavía más. Casi nadie puede hacer una gira en condiciones si inicia su andadura como músico independiente. Los nuevos buscan circuitos alternativos, como las librerías, o las asociaciones culturales, y se ven obligados a tocar sin cobrar entrada y pasar la gorra después para que los asistentes premien su trabajo con una aportación voluntaria.
El sistema no es nuevo, claro. Los visitantes de los parques y los usuarios de los túneles del Metro de Madrid siempre han disfrutado de este tipo de espectáculos gratuitos de artistas al borde de la mendicidad que ofrecen su arte en estos espacios públicos con la esperanza de sacar unas cuantas monedas. Algunos son muy buenos, por cierto, y hasta se atreven a ofrecer sus CD a la concurrencia como una vía adicional de recaudación. Pero, en estos tiempos en que parece haber un eufemismo para todos, hay quien llama a estas presentaciones callejeras con vocablos altisonantes como marketing de guerrilla, o anglicismos como pay after view (pagar después de ver), cuando tienen lugar en locales cerrados. Un pequeño circuito alternativo que funciona en la sombra y abastece de dinero negro a estos artistas necesitados. Jóvenes y no tan jóvenes. Y sí, de vez en cuando, alguien con talento saca la cabeza del hoyo y consigue caer en el anzuelo de la industria, trascender y sobrevivir. Y hasta los hay que llegan a vivir cómodamente de ese comercio minorista, underground, vendiendo libros de poemas y discos en sus recitales semiclandestinos. Pero son las excepciones. Las pequeñas aldeas galas que intentan resistir el empuje del invasor. La situación general es otra. Y no hay romanticismo que pueda dar luz a tanta oscuridad.