Nelson Rivera (ALN).- De continuar el ritmo actual de destrucción, en 20 años la región amazónica se reducirá a menos de la mitad de lo que es hoy. Algunas cifras son necesarias para mostrar al lector la gravedad de la crisis en curso. En 1990, la superficie amazónica sobrepasaba los siete millones de hectáreas. Hoy, apenas 30 años después, no alcanza los 5,5 millones de hectáreas. Si la deforestación se mantuviera a la vertiginosa velocidad que ha alcanzado este 2020, hacia el 2040 el que ha sido llamado el pulmón del planeta, apenas sobrepasaría los 2,5 millones de hectáreas. El más grande sistema de control de CO2 de la Tierra entraría así en fase de declive. Los impactos que esto tendría sobre el clima, y las vidas de millones de humanos y millones de especies, serían catastróficos.
De acuerdo al criterio de numerosos científicos, la conformación de la Amazonia ocurrió de forma simultánea al surgimiento de la Cordillera de los Andes, y tardó entre 15 y 20 millones de años. Hay que leer esta cifra con pausa e intentar hacerse cargo de lo que ello representa: los bienes creados y acumulados en tanto tiempo -repito: entre 15 y 20 millones de años- están siendo liquidados con eficacia aterradora.
Esos 5,5 millones de hectáreas están desigualmente repartidos en nueve países: cerca de 60% en Brasil. Le sigue Perú con más de 11%; Colombia con casi 7%; Bolivia también con casi 7%; Venezuela con alrededor de 6,5%; Guyana, que tiene algo más de 3%; Surinam con más de 2%; Ecuador con 1,5%; y, por último, la Guayana Francesa con 1,1% %.
Pero estos datos tienen una utilidad limitada para entender el trasfondo de la amenaza, si no se revisa qué porcentaje de la superficie de cada país está ocupado por la Amazonia. En el caso de las tres naciones más pequeñas, la Amazonia equivale a casi todo el territorio: en Guyana, más de 98%; en la Guayana Francesa, más de 96%; en Surinam, más de 90%. Sigue en el ranking Perú, con más de 60%. A continuación, Venezuela y Brasil, con más o menos 50% de sus respectivos territorios. Ecuador, Colombia y Bolivia, tienen 42%, 43% y 44%, respectivamente.
Basta con asomarse, aunque sea de modo superficial, a la materialidad del que es el mayor y más tupido bosque tropical del planeta -la fauna, la flora y los cuerpos de agua-, para que cualquier lector quede asombrado por la maravilla que la Amazonia contiene. En primer lugar, hay que recordar que no se sabe con exactitud, por ejemplo, cuántas especies se concentran en ese espacio. Todo lo que hay son estimaciones: probablemente más de 20% de las plantas de la Tierra; más de 25% de las aves; millones de especies de insectos; más de 6.000 especies de anfibios; plantas acuáticas, algunas de las cuales han sido descubiertas en la última década, y que deslumbran por sus colores y tamaño; serpientes, peces y mamíferos, de variedades desconocidas; a lo que habría que añadir varios miles de ríos, lagos, caídas de agua y barriales, sobre los que no existen más que proyecciones, cuya diversidad también es otro motivo de asombro. Que, en noviembre de 2011, la Amazonia fuese declarada ‘maravilla del mundo natural”, no es más que un reconocimiento a sus incalculables atributos.
Brasil: la deforestación continúa
En los meses de julio y agosto de 2019, se produjo una crisis diplomática entre Francia y Brasil, una vez que el presidente Emmanuel Macron decidiera presentar la situación de la Amazonia en la reunión del G-7. Entre enero y agosto de ese año, se habían provocado aproximadamente 80.000 incendios, justo a partir del momento en que Jair Bolsonaro asumió la presidencia de Brasil, el 1 de enero de 2019.
Desde el primer día de su mandato, Bolsonaro ha mostrado claramente sus intenciones: convertir la región amazónica en un gigantesco plan de negocios, que contribuya a la recuperación económica de su país. De acuerdo a lo enunciado en el Plan Barón de Rio Branco, el territorio tendría que ser modificado para dar paso a vías terrestres como carreteras y autopistas, líneas de tren, instalaciones hidroeléctricas y conglomerados urbanos. Se trata, en pocas palabras, de una suerte de colonización forzada de la Amazonia, permitida y estimulada por el gobierno, cuyo resultado sería nada menos que un impulso fatal a una vasta y sistemática deforestación.
El análisis de la gestión de Bolsonaro -la potestad que otorgó al Ministerio de Agricultura de delimitar las tierras indígenas para favorecer a los ganaderos; las autorizaciones que ha hecho para el uso casi indiscriminado de más de 260 pesticidas que están prohibidos en Europa; la impunidad que rodea a los promotores de la quema de territorios; la destitución de funcionarios y abiertas presiones que ha ejercido en contra del INPE, el instituto encargado de vigilar las deforestaciones; el rompimiento de los compromisos que hacían posible el Fondo Amazonía, entidad multilateral que financia proyectos de reforestación en Brasil; las campañas de comunicación que, desde el gobierno, se han puesto en circulación para mitigar la gravedad de lo que está ocurriendo- no permite dudas sobre su pensamiento: la protección del Amazonas no está en su agenda.
A pesar de la crisis del 2019, de las presiones de grandes empresas y de las declaraciones del gobierno de que actuará para impedir la destrucción, lo cierto es que, bajo la cobertura de una nación ocupada en la pandemia, las quemas de bosque y el arrasamiento con el uso de gigantescas excavadoras, han aumentado. Mientras en julio de 2019, por ejemplo, se provocaron alrededor de 5.300 incendios, en julio de este año aumentaron, aproximadamente, a 6.100. Hasta agosto, las estimaciones señalan que el crecimiento de los fuegos, con respecto a 2019, está entre 23% y 26%. Grupos ambientalistas han denunciado que el gobierno ha montado un ‘gran teatro’ con las fuerzas militares y que, al contrario de lo que han anunciado, estos no combaten, sino que protegen a los que queman los bosques. Desde la llegada de Bolsonaro al poder, la cantidad de incendios ha aumentado entre 55% y 58% con respecto a los años anteriores.
La acción en los otros países
El avance sobre la Amazonia no tiene a Brasil como único responsable. En los otros ocho países está en curso un conjunto muy diverso de actividades, en su inmensa mayoría ilegales, que a diario y sin descanso, ejecutan sus graves procedimientos destructivos. No es posible obviar un dato: en conjunto, en la región amazónica viven alrededor de 32 millones de personas, sin incluir en esta contabilidad a las poblaciones indígenas que habitan en las entrañas de la selva brasilera, cuya cantidad se desconoce.
En al menos 2.600 puntos, distribuidos en todos los países, se practica la minería ilegal a cielo abierto, cuyas operaciones son 100% destructivas de la vegetación, el suelo, los ríos y la fauna de la zona. La búsqueda de oro, diamantes, coltán y otros minerales, no sólo devasta los ecosistemas, sino que obliga al desplazamiento de comunidades indígenas y, en algunos casos, da lugar a hechos extremos como el asesinato de miembros de etnias, tal como ha ocurrido en Venezuela, Brasil y Colombia, por parte de grupos de mineros o de los paramilitares que los acompañan. Porque esa es, justamente, la novedad en la minería ilegal en la Amazonia: que es una actividad cada vez más violenta, realizada por bandas armadas o ejércitos irregulares como el ELN y las exFARC Mafia, como ocurre en las regiones sureste de Colombia y sur de Venezuela.
La minería ilegal y depredadora es la más visible de una ingente y constante actividad de deforestación para ganar terreno que sirva a pequeños y medianos cultivos; se instalan explotaciones ganaderas de distinto tamaño; se talan grandes árboles para la venta de maderas; se cazan animales para su venta y posterior exportación; se recolectan plantas exóticas para los más diversos fines, incluyendo los de investigación científica; se abren caminos y se despejan grandes extensiones de tierras para la búsqueda y explotación de yacimientos de gas y petróleo; se establecen pequeños poblados en los que sus habitantes se dedican a la caza y pesca indiscriminada, con nefastas consecuencias en materia de desechos y contaminación de las aguas; y así, decenas y decenas de actividades de varia extensión e intensidad, muchas organizadas y promovidas por los propios gobiernos, que van reduciendo el tamaño del pulmón planetario.
Las secuelas no se limitan a lo medioambiental: liquidan vidas y bienes que pertenecen al orden cultural. Hasta finales del 2019, el arrase de las selvas ha impuesto la aparición de 16 pueblos que vivían aislados, ajenos a la voracidad del apetito económico. Sus hábitats han sido aplastados por tractores o desalojados por hombres armados. La paulatina ocupación es obra de la acción combinada de muchos intereses: económicos, militares y de falsos grupos ambientalistas, que se lucran simulando defender los territorios y suministrando falsos informes de lo que ocurre.
La debilidad de la Amazonia no sólo reside en la vastedad de su territorio, sino en el hecho de estar distribuida en nueve países, es decir, entre nueve legislaciones y complejísimas redes de intereses que, hasta la fecha, están demostrando tener más fuerza que las vidas del resto de los casi 8.000 millones de habitantes de la Tierra.