Ysrrael Camero (ALN).- Han pasado 528 años desde que Cristóbal Colón posó sus pies sobre la isla de Guanahaní, dando inicio al proceso de conquista y colonización del hemisferio americano. La fecha del 12 de octubre de 1492 ha desatado recurrentes polémicas, y la evolución de su sola denominación así parece demostrarlo.
En Estados Unidos había sido conmemorado como un italianizado Columbus Day, pero actualmente ha cambiado al Día del Respeto a la Diversidad Cultural, tratando de evitar herir las susceptibilidades de los pueblos nativos. Durante mucho tiempo fue celebrado en el resto del continente como el Descubrimiento de América, aunque cuando se hizo dominante una perspectiva positivista se acuñó el término del Día de la Raza, empleando una palabra que ya ha sido superada por la ciencia. Al conmemorarse los 500 años se intentó construir una denominación que pareciera más neutral, por lo que se generalizó el Encuentro de Dos Mundos, a partir de 1992.
En España, en 1918, se empezó a usar la noción de la Fiesta de la Raza, que fue transformada, ya en tiempos de Francisco Franco, por el Día de la Raza, término que en 1940 remitía no sólo al positivismo, sino también era un guiño a los regímenes nazis y fascistas que dominaban Alemania e Italia con un discurso de superioridad racial.
Casi dos décadas después, en 1958, cuando España pugnaba por ser incorporada como sujeto de pleno derecho en la comunidad internacional, buscando además fortalecer su proyección hacia América, se cambió su denominación por el Día de la Hispanidad. Sin embargo, ya la noción de América Latina, de origen francés, se había consolidado como la denominación que gozaba de un consenso mayor en el continente americano, como lo podemos ver en la creación de la Cepal en 1948.
Una vez consolidada la democracia española, se convirtió, en 1987, en la Fiesta Nacional de España, al tiempo que la noción tradicional de Hispanoamérica era progresivamente sustituida por la de Iberoamérica, proceso ratificado con la realización de la primera Cumbre Iberoamericana en 1991, incorporando a los lusitanos y a los brasileños en una empresa común. De esta manera la consagración de un puente iberoamericano entre los dos continentes prácticamente coincidió en el tiempo con la celebración del Encuentro de Dos Mundos en 1992. Pero detrás de esta sucesión de nombres yace un debate que retorna, una y otra vez, a la palestra pública: ¿Qué ocurrió tras el 12 de octubre de 1492? ¿Qué nos dice al mundo actual?
La historia perdida entre leyendas
El debate entre la leyenda negra y la leyenda dorada respecto al papel de los españoles en América siga todavía vivo. Ríos de tinta han corrido desde que Bartolomé de las Casas denunció y describió distintas atrocidades que encomenderos y otros conquistadores ejecutaban contra los indígenas en el Nuevo Mundo. Estos argumentos fueron usados por los ingleses, en su disputa por el dominio geopolítico, para construir una campaña contra España, buscando vulnerar cualquier derecho de estos sobre las tierras americanas.
Durante el siglo XIX, tras los procesos de independencia, cada uno de los nuevos Estados inició la construcción de sus proyectos republicanos y liberales, lo que implicó el diseño de un relato nacional que justificara la ruptura con España, contribuyendo a la creación de una identidad nacional. Hasta 1898 España era la enemiga en una narrativa épica. La búsqueda decimonónica de modernidad y progreso llevó a identificar a España con el atraso, la superstición y el despotismo.
Sólo fue tras la guerra hispano-cubana-americana de 1898, que afirmó la presencia en el Caribe de la otra América, los EEUU, cuando una corriente, más cultural que política, volvió a reencontrarse con la hispanidad, ahora reivindicada como rechazo al materialismo individualista anglófono.
Una corriente de simpatía con España se desarrolló hasta el estallido de la Guerra Civil. Intelectuales como el sacerdote Zacarías de Vizcarra, en 1926, Miguel de Unamuno, en 1927, o Ramiro de Maeztu, en 1931, sostuvieron la reivindicación de la Hispanidad, por encima de la idea de raza. El 12 de octubre de 1935, se celebró en Madrid, el primer Día de la Hispanidad. Los exiliados españoles recibidos en América mantuvieron el puente con una hispanidad que parecía desaparecer de la misma península.
La lucha por la democracia en América coincidió con la llegada de nuevas visiones ideológicas, que hacían una lectura crítica de la conquista y la colonización. Así la visión histórica de los americanos se separaba de gran parte de la ideología oficial peninsular. La búsqueda de las raíces del subdesarrollo latinoamericano parecía relacionarse con un tipo de relaciones construidas durante 300 años de dominio. Las leyendas fueron sometidas a la crítica, y el discurso historiográfico fue sustituyendo al mítico.
Quedaban aún temas por dilucidar. Los títulos jurídicos sobre los que se sostuvo el orden hispano no hicieron uso del término “colonia” sino hasta el siglo XVIII, mientras que la palabra Imperio parecía remitir más a Carlos I que a Fernando VII. Para algunos esto implicaba que no hubo “colonias” españolas en América, ni que fue un dominio “imperial”. El debate entre el enfoque jurídico y el socioeconómico para enfrentar la historia de América traía a colación reminiscencias de antiguas disputas: ¿España civilizadora o expoliadora?
En 2016, la filóloga María Elvira Roca Barea, publicó Imperiofobia y leyenda negra, en un momento en el cual la crisis económica y el inicio del deslizamiento del catalanismo al procés independentista parecían asediar a la conciencia española. Con este libro intentó Roca Barea atacar la leyenda negra construida sobre el papel de España en América, al tiempo que reivindicar lo que percibía como una política civilizadora en el nuevo continente, una reivindicación de la Hispanidad.
Tres años después vino una respuesta, esta vez procedente de un filósofo, José Luis Villacañas, quien publicó, en 2019, Imperiofilia y el populismo nacional-católico: otra historia del Imperio Español, intentando desmontar los argumentos de Roca Barea, y señalando que detrás de la obra de la filóloga descansaban las concepciones que el nacional-catolicismo había convertido en doctrina oficial bajo el franquismo.
Entre el derribo de las estatuas y el afán de comprender
Durante los últimos años el pasado ha vuelto a convertirse en un campo de batalla disputado por distintas banderías políticas e ideológicas. No es un proceso que le sea exclusivo a tal o cual país, sino que se expande a un mundo que está sometiendo las visiones tradicionales de su propio pasado, y por ende su identidad histórica, a grandes niveles de tensión.
Las disputas en torno a la memoria histórica de las autocracias del siglo XX, la crítica a la manera en que se han relacionado, desigualmente, hombres y mujeres a lo largo de la historia, la pervivencia subterránea de relaciones, también desiguales, entre personas con colores de piel distintos, que ha sido construida históricamente.
Tanto las últimas olas del feminismo, movimientos como el Black Live Matters tienen una relación muy crítica con los símbolos del pasado, a los que señalan de patriarcales o racistas. Efectivamente, las relaciones entre los sexos han funcionado en términos de dominio durante la mayor parte de la historia. Igualmente, durante demasiado tiempo se construyó un discurso que naturalizaba el dominio de unas razas sobre otras, y muchos intelectuales contribuyeron a ese relato.
Pero eso no agota la totalidad de la historia, y la eliminación de todo vestigio de ese pasado no genera una mejor comprensión del presente, sino todo lo contrario. Borrar el pasado, sin alcanzar a comprenderlo, ocultarlo a la vista de las nuevas generaciones, es no entender el presente, que no es sino producto de ese pasado, conflictivo, contradictorio, que nos ha dado forma.
Claro que este debate tocará la conmemoración de este 12 de Octubre. La confrontación entre el discurso indigenista y la visión criolla de la historia atraviesa el campo de espejos cruzados. En muchos países de la región una diversidad de comunidades indígenas coexiste con el proyecto republicano emprendido por los criollos hace 200 años. Sin embargo, ese proyecto ha sufrido una transformación sustancial desde 1810. La democracia viene a completar el proyecto republicano, alrededor de una noción de ciudadanía que hace posible la expresión cultural plural, allí ambos relatos pueden efectivamente conseguir su integración.
El presente, fruto de la historia
El desembarco de Cristóbal Colón en Guanahaní en 1492 inició un cambio de proporciones globales, un proceso del que hemos sido producto nosotros, nuestra civilización y nuestras sociedades. Es un hito en la historia de la globalización, en la conversión, dura y difícil, de muchos mundos en un solo mundo.
El término de encuentro puede ser el más fructífero para iniciar una comprensión histórica de la complejidad de este proceso. Efectivamente la llegada de los europeos transformó la dinámica de todas las sociedades americanas, integrándolas en un proceso de expansión que se inició en Europa. No fue un encuentro realizado en términos de equilibrio y equivalencia, porque ese tipo de encuentros son escasos en la historia, sino desarrollado en términos de conflicto y cooperación.
Fue un proceso de conquista, un trauma histórico, y somos productos de ese trauma. No nos ocurrió a nosotros, a menos que seamos herederos directos de algunos de los pueblos indígenas, pero tampoco fue realizado por nosotros. Nuestro devenir histórico, el que le da sentido al relato que somos, se desarrolló a partir de allí. El mundo previo a 1492 ya no existe, es esa ausencia parte de lo que explica nuestra presencia.
Desde el siglo XVI se estableció un nuevo orden político, económico y social, bajo dominio europeo e hispano. El derrumbe demográfico indígena, vinculado más a la expansión de las enfermedades que al uso de la espada, así como la ventaja bélica europea, contribuyeron a la consolidación de ese dominio. Ese dominio no se estructuró en términos de igualdad, sino a partir de una red de relaciones jerárquicas, que incluía la esclavitud masiva, y en cuya cúspide se encontraba la metrópoli peninsular, que recibió beneficios de la riqueza americana, para sostener sus empresas globales.
También fue un proceso de expansión de prácticas e instituciones que hoy denominaríamos con ese término equívoco de civilización. La conversión de los indígenas al catolicismo, la evangelización, la fundación de ciudades, puertos, rutas comerciales, la creación de universidades, la implantación del castellano como lengua vehicular dominante, crearon una nueva cultura, criolla, articulada con procesos globales.
Esa cultura hispanoamericana se formó desarrollando las herramientas de la civilización occidental, que le fueron útiles 300 años después para romper el vínculo político con España, y para iniciar proyectos políticos autónomos, republicanos, liberales y, ya en el siglo XX y XXI, democráticos. Ha sido el lenguaje incluso de nuestra rebeldía.
La Hispanidad, sobre todo en lo que se refiere al idioma, al uso de la lengua, es el vínculo que ha hecho posible la configuración de nuestras identidades, de nuestras relaciones. Es la palabra el gran legado. En ese marco es que podemos comprender el significado de estos 528 años, el significado de lo que somos, a ambos lados del Atlántico.