Pedro Benítez (ALN).- A propósito de los 20 años de los sucesos desarrollados en Caracas abril de 2002, siempre quedará una pregunta por responder: ¿Por qué fracasó en aquella oportunidad el intento de desalojar definitivamente al ex presidente Hugo Chávez del poder?
Sin adentrarnos en el terreno del “qué hubiera pasado si”, es evidente que si la operación por sacarlo de la Presidencia se hubiera consolidado, la historia de Venezuela en estas dos décadas hubiera sido bastante diferente. Probablemente hubiera quedado un país políticamente inestable, socialmente dividido y con el chavismo presente como una fuerza política importante, pero sin haber podido arraigar un régimen que, después de todo, enrumbó al país a la pavorosa debacle económica de la última década.
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Pero ocurrió lo que ocurrió. Ese día se abrió el abismo, que ya se gestaba, entre dos Venezuela y sus secuelas aún siguen presentes.
La noche del 11 al 12 de abril de ese año Chávez estaba caído. Con él en manos de la cúpula militar, su movimiento político no tuvo ninguna capacidad de reacción ni popular, ni militar para defenderlo. La mayoría de los dirigentes de su coalición en esas primeras horas estaban huyendo o escondiéndose. Otros se preparaban para acomodarse a la nueva situación tanto en la Asamblea Nacional como en gobernaciones de estado y alcaldías.
La tarde el 11 abril de 2002 había ocurrido la mayor movilización de calle contra un presidente en la historia venezolana. En términos históricos sólo tenía como precedente la que se dio el 14 de febrero de 1936, donde 70 mil personas, en aquella Caracas de 300 mil habitantes, se dirigieron al Palacio de Miraflores encabezados por el rector de la Universidad Central, Francisco Antonio Rísquez y el líder de la Federación de Estudiantes, Jóvito Villalba. Esos eran los dirigentes. Los partidos políticos no habían aparecido aún.
En abril de 2002 los líderes de ese movimiento ciudadano fueron Pedro Carmona Estanga, presidente de Fedecámaras y Carlos Ortega, de la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV). Los partidos políticos ya no estaban.
Una, entre muchas otras diferencias que se pueden destacar de los dos acontecimientos, resalta la actitud que en 1936 tuvo el general/presidente Eleazar López Contreras, quien, en medio de una gran tensión política, recibió aquella enorme muchedumbre que rodeó al Palacio de Miraflores sosegadamente. Con el sentido común que lo caracterizaba, atendió a sus líderes, escuchó sus demandas y les hizo todo tipo de concesiones y promesas desactivando el conflicto.
Por el contrario, la manifestación de 11 de abril de 2002 fue recibida a tiros por partidarios de ex presidente Chávez, quien además, según diversos testimonios, quiso hacer al alto mando militar cómplice de la represión contra otros venezolanos (el tristemente célebre Plan Ávila). La negativa de los altos oficiales a seguirlo en ese (des) propósito fue la causa inmediata de su breve caída del poder.
Las cartas echadas
De modo que al amanecer de aquel 12 de abril las cartas parecían estar echadas. Con índices de aprobación, según los estudios de opinión pública, que le eran adversos, el comandante/presidente había logrado poner en su contra a la calle, a los medios de comunicación, a Fedecámaras, a la CTV, a la Iglesia, y como colofón, al Ejército.
Su breve aventura política pudo haber terminado ese día y pasar a la historia con el Abdalá Bucaram venezolano.
Sin embargo, en menos de 12 horas los acontecimientos dieron un giro completo a su favor, por cortesía de uno de los hechos más absurdos e insólitos de la historia, no de Venezuela, sino de América Latina.
No vamos a repetir aquí detalles de acontecimientos suficientemente conocidos. Lo importante en esta efeméride es lo que significó y la lógica que estuvo detrás de una sucesión de torpezas que, aún hoy en día, su protagonista pretende justificar y muchos en la oposición venezolana olvidar o tergiversar.
Así, por ejemplo, circula por estos días una nueva versión según la cual los militares devolvieron a Chávez al poder porque (supuestamente) Fidel Castro los llamó por teléfono. Los mismos militares formados en el primer Ejército del continente que derrotó una insurrección castrocomunista.
Lo cierto, es que ni el más ingenioso asesor de la Cuba castrista se le hubiera ocurrido un mejor guion como la auto juramentación de Carmona Estanga y su decreto de disolución de los Poderes Públicos, que fue rabiosamente aplaudido por la improvisada audiencia que se congregó esa tarde en Miraflores para la ocasión.
El Carmonazo fue la excusa que tapó los asesinatos
Tirando a la basura la gigantesca movilización ciudadana, el Carmonazo fue la excusa que tapó los asesinatos del día anterior en la calles del centro de Caracas, profundizó todavía más el pozo de odios y divisiones en el que Hugo Chávez sumergió a Venezuela, y hundió en el desprestigio internacional a la causa democrática venezolana por más de una década.
En lo inmediato dividió al Ejército, le permitió al chavismo salir de su estado de nocaut inicial, retomando en pocas horas la calle y la ofensiva en los cuarteles con la bandera de la Constitución.
En un contexto más amplio fue la cortada que Chávez necesitaba, y se la regalaron. Durante sus casi 14 años de mandato hizo del insulto y la agresión verbal, no contra sus contrincantes políticos, lo que ya estaba mal, sino con otros venezolanos de a pie, su marca de fábrica.
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Requería de un enemigo interno. Ya no los gobiernos de Acción Democrática y Copei que eran el pasado. Presentarse como el cruzado en contra de una derecha golpista, intolerante, representante de las clases privilegiadas, siempre empeñadas en sabotear y desestabilizar su gobierno popular. Ese fue el relato que se construyó y que ese día de manera irresponsable Carmona le obsequió.
Dejando de lado “pequeños detalles” como el haber desplazado al Comandante del Ejército, Efraín Vásquez Velasco, que a fin de cuentas fue quien lo puso y lo quitó; o su traición personal a Carlos Ortega quien era el otro líder del movimiento de la protesta; detrás del decreto de Carmona había dos lógicas que muchos en el antichavismo siguen acariciando hoy.
Por una parte, que se puede (y se debe) hacer política sin los políticos. Es decir, la anti política. Carmona y sus asesores no querían pasar por la única institución nacional con legitimidad democrática que quedaba en pie: la Asamblea Nacional. La única mediante la cual se podían guardar las formas eligiendo un Gobierno que fuera aceptado por la comunidad democrática internacional. Pero eso implica pactar (palabra aborrecida) con diputados del chavismo (afectos a Luis Miquelena) y la oposición (principalmente de Acción Democrática) con los que podía hacer mayoría en el Legislativo.
Estaba de moda afirmar que: “no era el momento de los políticos”. Todavía estaban frescos en la memoria colectiva los años noventa. Esa década en la cual los dos grandes partidos históricos de la democracia venezolana se derrumbaron en medio del desprestigio, por propio proceder, así como por la campaña negativa implacable de la que fueron objeto. De modo que el Carmonazo fue el momento cumbre de la (anti) política venezolana impulsada desde los canales de televisión y otras organizaciones de la sociedad civil.
El laberinto en el que cayó Venezuela
Por otra parte, subyacía también la idea de que se puede (políticamente) liquidar al otro.
En abril de 2002 el chavismo era un movimiento heterogéneo, con gentes de diversos procederes, muchos de los cuales tenían una sincera vocación democrática, aunque aceptaban como líder a un personaje cada vez más autoritario, mezclados con elementos de la extrema izquierda venezolana y militares golpistas de tendencia claramente autoritaria. El Carmozano los amalgamó a todos ante una amenaza común. Esa es la trampa de la polarización, donde cada grupo se atrinchera en su terreno, favoreciendo a quien detenta el poder.
También era parte del contexto histórico la satanización del Pacto de Puntofijo. Aquel ensayo de 1958 mediante el cual Jóvito Villalba, Rafael Caldera y Rómulo Betancourt habían comprendido que la conducción política es un arte que trasciende la confrontación, y que el acuerdo entre adversarios era una de las virtudes políticas por excelencia.
Pero para Chávez era todo lo contrario. Pactar con el adversario, con la “oligarquía”, era pecado mortal. El 12 de abril de 2002 se le quiso pagar con la misma moneda. Durante los siguientes años dos países que se desconocían mutuamente vivieron uno a la espalda del otro en un mismo territorio.
De allá para acá ni el chavismo ha podido acabar con la oposición, ni esta ha podido sacarlo del poder. Ese es el laberinto en el que cayó Venezuela.
Sin embargo, si alguna lección podemos sacar de los días de abril de 2002 es que la invencibilidad del chavismo siempre ha sido un mito. Su verdadera arma secreta está en la oposición. Sirva el Carmonazo de ejemplo pretérito que ilustra conductas presentes.
@Pedrobenitezf